Dos mil quinientos jueces han dicho basta. La Unión Europea (UE), el otro contrapeso que limita al Ejecutivo español, tiene ante sí una carta firmada por la mitad de los jueces españoles en la que estos denuncian la deriva totalitaria a la que nos aboca el Estado de partidos desde los años 80.
Desde entonces, hemos asistido a un desequilibrio de poder en favor del Ejecutivo y en detrimento del Legislativo, del Judicial y de los medios de comunicación. Las instituciones, sometidas y desprestigiadas, decaen en beneficio de la Moncloa, una suerte de Ciudad Prohibida de Pekín con su emperador-presidente supersatisfecho y repartidor de empleos, gabelas y subvenciones. Resultado: una venezuelización de España.
El Señor de la Moncloa no tiene contrapesos de poder. Su partido es una organización de agradecidos y sometidos. El Legislativo se limita a aprobar decretos leyes y el Judicial lleva años soportando la presión del Ejecutivo.
Es lo que denuncian los jueces:
“La práctica, desde 1985 hasta la actualidad, consiste en que los principales partidos políticos se reparten los puestos a cubrir en negociaciones secretas fuera del Parlamento; y una vez alcanzado su acuerdo, los diputados y senadores votan según la consigna dada por sus partidos. Antes, esto se hacía discretamente, pero actualmente se realiza con conocimiento público y con comentarios de políticos en la prensa”.
Lo llamativo de esta carta, aparte del amplio apoyo de los jueces preocupados por la deriva política española, es que se dirige a la Comisión Europea, lo que demuestra que dentro de España no hay un poder que sirva de referencia, de balanza, de contrapeso al Ejecutivo.
¿Cómo hemos llegado a este extremo?
La amplia y justificada protesta de los indignados del 15-M de 2011 en la Puerta del Sol de Madrid expresaba una hartura por el gasto, la corrupción, la ineficiencia, y un evidente sentimiento de crisis de representación: “No nos representan”. El resultado de aquel movimiento fue, en noviembre de 2011, la apabullante mayoría de un PP a quien la opinión pública confió todo el poder para que procediera a reformas de calado.
Pero en lugar de oír a los ciudadanos, el Gobierno del PP dormitó y usó la mayoría en el Congreso y en el Senado para parapetarse contra los casos de corrupción de Francisco Correa y Luis Bárcenas. De modo que, hace diez años, el régimen político del 78 entró en una deriva de descomposición: nada de política, nada de reformas, e incidir en todos los defectos que habían sublevado a la opinión pública el 15-M.
Por si fuera poco, el principal partido de la izquierda, el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero, decidió en 2004 iniciar un peligroso camino de cuestionamiento de la Transición con una desdichada ley de memoria histórica que la mayoría absoluta de Mariano Rajoy ni derogó ni desautorizó.
Al no desplegar un elenco de reformas, los ciudadanos perdieron la confianza en los dos grandes partidos y nacieron otros tres.
La idea fue que nuevas coaliciones de centroderecha o centroizquierda obligarían a cambiar a los dos grandes partidos tradicionales, completamente anquilosados. El resultado ha sido que los tres nuevos partidos pecan de los mismos defectos que los anteriores: centralismo-leninismo de su organización y carencia de una agenda reformadora en el sentido moderno y europeo.
Después de las elecciones generales de 2015 y 2016, lejos de configurarse un sistema de centro reformista, se ha constituido una alianza de gobierno socialista con la extrema izquierda y los separatistas. Las reformas que Pedro Sánchez realiza, con un Legislativo maniatado por el estado de alarma, avanzan en la dirección contraria de lo que nos exige la UE.
Hay que reconocer que si España no estuviera limitada por la UE, este Gobierno (y quizás también los anteriores) habría puesto en marcha la fábrica de billetes. Y entonces el parecido con la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro habría sido completo.
¿La solución? Que la elite política, actual o futura, acuerde restaurar el prestigio de las instituciones y que admita, como establece la Constitución, que el Ejecutivo es sólo uno de los tres poderes del Estado.
Pablo Casado se propone reducir la dimensión y burocracia del Partido Popular y vender Génova 13. No estaría mal que redujera también el tamaño del Gobierno de España y abandonara esa sede de megalómanos que es el complejo de la Moncloa.