“Gana Ayuso de calle, VOX no baja, la izquierda cae” dice uno.
“Algo harán” responde otro.
Y, de pronto, se rompe un tabú dormido desde hace una década. Y la gente empieza a hablar del 11-M.
Esa investigación y esa sentencia, que quedaron cerradas bajo siete candados, so pena de excomunión y de ridículo, sale a la superficie como un reflejo pavloviano. Como algo que, para sorpresa de quienes marcan agenda informativa, nunca ha dejado de estar ahí.
“Pablo, nos quedan doce días” dice un Ángel Gabilondo en busca de autor sólo en la apariencia, porque en los hechos y en el discurso, ya no.
Doce días son casi dos semanas. Tiempo suficiente para uno o varios golpes de efecto. Me pregunto hasta dónde son capaces de llegar, viéndose con las elecciones perdidas.
Sólo autonómicas, sí. Pero se trata de Madrid. De la única comunidad cuya presidenta se ha atrevido a enfrentarse al sol de la autocracia sanchista en plena pandemia. Pero además, es el hogar político de Pedro Sánchez y el principio de todo para Pablo Iglesias. Por eso no es cualquier cosa.
Incluso antes de la admonición de los doce días, ha ido ocurriendo lo evidente. Por un lado, el travestismo de Gabilondo, género ideológico fluido por semanas (“con este Iglesias no”, “soso pero formal”, “unidos de la mano contra el fascismo”).
Por otro, la leva de turbas de Podemos con destino a Vallecas y adonde la alerta antifascista les lleve.
Llegan los sobres. Y también los que nunca han exigido condenar la violencia de palabra, obra u omisión cuando cargaba del lado izquierdo o nacionalista.
Los que han jaleado, disculpado o entendido a asesinos o a inductores de asesinos confesos, sólo porque ya no sale humo de sus pistolas.
Los que queman al rey en efigie en kermeses de lazo amarillo.
Los que han alentado la violencia explícita contra quien no piensa como ellos.
Los que llaman a eso libertad de expresión cuando se hace a ritmo de rap.
Incluso los que justifican que, en lugar de mandarse balas por correo, se alojen directamente en la cabeza o el corazón de sus víctimas.
Unos y otros se lanzan como una jauría hambrienta sobre Vox.
¿Inocua sobreactuación electoral? No tanto cuando a la enloquecida Marcha Radetzky de los descalificativos y las llamadas al cordón sanitario se unen el ministro del Interior y la directora general de la Guardia Civil, ambos con uniformados (a los que quitan o ponen galones a su antojo) bajo su mando.
De hacer eso el PP, lo llamarían ruido de sables.
En el momento en que escribo esto, nada vincula los sobres con las balas a Vox. ¿A qué viene entonces ese señalamiento por tierra, mar y aire? La violencia de Vox se ha convertido en un mito. Porque por más que se nombre su existencia, aún nadie ha podido imputar a este partido actos violentos. Siquiera como autor intelectual.
Atribuciones muchas, como las huellas de pisadas del Big Foot, las fotos granuladas del monstruo del lago Ness o las psicofonías del Palacio de Linares.
¿Su lenguaje? ¿Sus mensajes? Será que la inexpugnable superioridad moral de la izquierda se está poniendo en duda. Será que hay gente que se ha hartado del pensamiento único. Será que hay gente que exige el derecho a pensar distinto.
Y si eso no era un crimen antes, guste o no lo que dicen, ¿por qué lo es ahora?
En cambio, son tantas las evidencias de la violencia de la ultraizquierda que establecer equidistancias es tan deshonesto como interesado.
Realidad frente a mito. Lo que ocurre frente a lo que se cree que podría ocurrir. Hechos, no relatos.
Coda: este martes se interceptó una carta con balas dirigida a Isabel Díaz Ayuso. “Con serenidad y desprecio”.