Cuentan que en las elecciones municipales que dieron lugar a la proclamación de la Segunda República, en abril de 1931, los partidos monárquicos perdieron en el barrio de Palacio, lo que provocó más de una mofa hacia el monarca, por el poco apoyo que había cosechado entre sus vecinos, incluida su abundante servidumbre. Se llegó a afirmar que en aquellas elecciones no habían votado por Alfonso XIII ni siquiera sus alabarderos.
Salvando todas las distancias y diferencias, algo parecido le ha pasado al gran perdedor de las recientes elecciones del 4-M, a las que se presentó con la vitola de salvador de la izquierda y de cuyas urnas ha salido convertido en su enterrador. El ya exlíder de Podemos, Pablo Iglesias, ha ido más allá que Alfonso XIII, porque ha perdido en sus dos barrios: en el de origen, el distrito de Vallecas, donde cerró la campaña erigiéndose en valedor de los desfavorecidos frente a los abusos de los poderosos; y el de su actual domicilio, en Galapagar, en cuyos vecinos no termina de calar el mensaje que acaso quiso darles mudándose allí.
Se dirá que se trata de dos datos anecdóticos, sobre todo el segundo, y más cuando esas derrotas barriales se inscriben en una debacle que se extiende a toda la Comunidad. Pero no está de más preguntarse por las razones que han conducido, por un lado, a la pérdida de tirón entre los vallecanos, y por otro a que, más allá de los excesos de unos cuantos energúmenos, tampoco entre los galapagueños haya despertado entusiasmo alguno.
Y es que, ahora que ya ha decidido dar un paso al lado y apartarse de la política activa, hay que reconocer en Iglesias a un político en muchos sentidos brillante, carismático y de veras dotado para la persuasión colectiva. Su discurso tiene el don de la claridad y siempre lo ha transmitido con convicción y aplomo; así fue capaz de abrir en ese bipartidismo de hormigón armado que se fraguó en la Transición la primera fisura de importancia y colar por ella decenas de diputados y varios ministros, además de la vicepresidencia que él mismo ostentó y de la que se apeó para dar esta última batalla en la que ha mordido el polvo.
Eso no lo hace cualquiera, y cuando las aguas que se lo han llevado por delante se retiren y el estrépito de su caída se apague, habrá que reconocerle al máximo impulsor y sostenedor del partido morado la capacidad de provocar cambios históricos, aunque ahora nos parezcan someros y fugaces. Guste más o menos, en su currículum se anotan hazañas inasequibles para el resto de los líderes que han aparecido en el último medio siglo en ese extremo de la izquierda donde él sostuvo su apuesta.
Sobre esta premisa, que es de justicia acreditarle, llama aún más la atención lo inapelable del batacazo al que le han arrojado los madrileños, empezando por aquellos que tiene más cerca. Y quizá en esos dos lugares, Vallecas y Galapagar, se vean con más claridad las claves de su fracaso. Fue un político hábil, audaz e incluso astuto para alcanzar el poder; pero ha resultado inferior a la media a la hora de ejercerlo y mantenerlo. Con los que podía considerar los suyos (léase su barrio de origen), no ha sabido cultivar esa corriente de afecto y lealtad recíprocos en la que se sustentan los verdaderos liderazgos; y para quienes lo veían con reservas (léase su barrio de destino), no ha acertado a dejar de ser un intruso antipático, irritante e inoportuno.
Ha fallado, como aquel depuesto Borbón, en el ejercicio de la empatía. No ha tendido con sus adversarios ningún puente, actitud poco prudente en quien gobierna y por tanto decide no sólo sobre los destinos de sus correligionarios; pero además ha logrado que también los suyos lo perciban como un ser lejano, que regañaba y pontificaba mucho más de lo que compartía su suerte. Y eso, ni en Vallecas ni en ningún sitio se perdona.