Alfred Hitchcock tenía seis años cuando su padre lo llevó a comisaría y pidió a un guardia que lo encerrara en una celda para escarmentarlo. Fueron cinco minutos, pero surtió efecto: el falso culpable se convertiría en una de sus obsesiones. Comparto con Hitchcock este temor al castigo, incluso lo supero, pues también siento pesar por los verdaderos culpables. En mi pesadilla más recurrente trato de ocultar las huellas de un crimen que he cometido, aunque nunca recuerdo.
Quizá son estas fobias personales, o la experiencia de haber vivido tiempo en un país donde el sistema encarcela masivamente a personas por ofensas menores, lo que me hace considerar excesivas muchas de las condenas que acarrean privación de libertad. La prisión es un mal necesario, lo sé, pero quizá abusamos de él. No considero necesario mantener en prisión a una persona que ha perdido la voluntad o la capacidad de delinquir.
Los indultos, en tanto suponen una corrección del Poder Ejecutivo al Poder Judicial, son éticamente complejos. Pero esa complejidad se suaviza cuando al arrepentimiento del condenado lo acompaña un informe favorable del tribunal sentenciador. Ese informe es lo que mide el valor social del indulto, su verdadera redundancia en favor del interés general.
Pero el Tribunal Supremo se ha opuesto al indulto de los condenados del procés y el Ejecutivo insiste en justificarlo con excusas de una insolvencia que bordean el ridículo. Ni concordia, ni Nelson Mandela, ni mirar al futuro. Nadie cabal puede dar por buenos sus argumentos. Pero han logrado que no discutamos la argucia, sino el gesto, cuando esto es secundario. Uno puede estar a favor de conceder una licencia de terraza al bar de la esquina, pero debe oponerse si la concesión se aprueba para el lucro de un concejal.
Lo triste es que esta retórica encaja en un marco discursivo consolidado. Se justifica el indulto para unos condenados por sedición como se justificaría para una madre que roba pan para sus hijos hambrientos: el sistema no le dejó otra salida y merece clemencia. Una vez más, los verdugos convertidos en víctimas. En esta perversión del discurso no es el Estado quien concede el perdón, sino quien lo pide. Y tener sentido de Estado implica negarse a arrodillarlo.
Si el Gobierno busca el respaldo de una mayoría social lo tiene fácil. Que condicione los indultos a que los partidos nacionalistas acaten la Constitución, respeten las sentencias judiciales, reconozcan los derechos de los no nacionalistas y hagan que las instituciones reflejen la pluralidad de Cataluña. Por mi parte, no me opondré a la libertad anticipada de ningún criminal político, siempre que la emplee en enmendar los actos que le llevaron a perderla.