Cuando a un extranjero se le trata de explicar qué sucede en España con la legislación sobre la lengua, o a propósito de la educación, suele reaccionar con incredulidad. Es muy difícil, casi imposible, encontrar casos semejantes en su país.
No hay en Francia ninguna autoridad de un departamento francés que trate la lengua francesa como “impuesta” y obstaculice su aprendizaje a través de una legislación “normalizadora” que la aparte de los planes de estudio. Ni siquiera en un land alemán, por hablar de un país de origen federal, se le exige a nadie que llegue como emigrante el aprendizaje de un idioma regional para trabajar allí. A ninguna autoridad en Múnich se le ocurriría dar prioridad al aprendizaje del bávaro en contra del alemán.
También es muy difícil establecer analogías entre España y otros países relativas al hecho del extraordinario protagonismo que los partidos separatistas tienen en la política nacional, y lo sobredimensionada que está su representación en las distintas asambleas, magistraturas e instituciones de las que forman parte.
Es muy difícil de hallar en otras sociedades políticas, por lo menos con esta beligerancia, que facciones abiertamente separatistas y programáticamente sediciosas (incluso con miembros presos y huidos por su acción sediciosa) tengan tan buena acogida institucional en virtud del pluralismo democrático. Es como si un médico dejase prosperar un cáncer en virtud de la biodiversidad.
Si a ello le añadimos, para apuntalar definitivamente la singularidad española, que aquellas opciones políticas autoproclamadas de izquierdas no dejan de actuar como tontos útiles del separatismo (mandando al averno de la extrema derecha a cualquier posición que se mantenga en contra de ese nacionalismo faccioso), entonces no hay país extranjero semejante a España en el que el separatismo ejerza una labor de zapa, de viejo topo, con esta comodidad y complacencia social.
Y es que aquí enseguida se pasó de puntillas sobre la acción sediciosa cuando esta cristalizó en forma de golpe institucional.
En el libro Nuestra Guerra, Enrique Lister hace un retrato de lo más favorable de Lluís Companys. “Honrado”, “honesto” y “sincero”, dice el gallego del catalán, para terminar afirmando que al presidente de la Generalidad le adornaban también una “gran valentía” y “un profundo patriotismo". Que adoraba a Cataluña pero que, al mismo tiempo, quería a España como “el más puro castellano”.
Esto manifestaba el general comunista que estaba al mando del V Regimiento (tras liquidar el anarquismo en Aragón) sobre el responsable del golpe del 34. Apenas unos meses después, Companys fue indultado de la acción sediciosa separatista tras la proclamación del Estat Catalá el 6 de octubre de 1934. Y esto ocurrió en plena guerra, cuando existían en Cataluña facciones que buscaban una paz de espaldas al Gobierno de Juan Negrín. O sea, Lister adulaba a Companys cuando parte del separatismo traicionaba al gobierno.
Es muy previsible que, mañana, el Gobierno de Pedro Sánchez termine considerando a Carles Puigdemont con palabras de elogio semejantes y lo ponga al lado de ese "hombre de paz" que es Arnaldo Otegi.
Bueno, no habrá que esperar a mañana. Será hoy.