Es muy común apelar a la causa educativa cuando se trata de dar explicación al auge del separatismo en España. Muchos entienden, no sin razón, que el traspaso de competencias en el terreno educativo ha sido una de las claves de la propagación y fortificación institucional del nacionalismo fragmentario.
No es descabellado pensar que, con mucha probabilidad, se sucederán otros 1-O más adelante si no hay medidas por parte del Estado para recuperar las competencias educativas, tal y como proponía UPyD en su momento y ahora Vox.
Nada permite sospechar, sin embargo, que algo se mueva en tal sentido. Ni que haya mayorías suficientes para ello. El traspaso de las competencias, regulado por el título octavo de la Constitución, ha sido el precio que los Gobiernos centrales han tenido que pagar para encontrar en el nacionalismo el apoyo necesario para constituirse como tales, plegándose al chantaje nacionalista antes de buscar otras salidas. Como pudiera ser, por ejemplo, una gran coalición. Inviable en España, sobre todo, por el sectarismo maniqueo de las llamadas izquierdas, contagiado a las derechas.
Las competencias educativas traspasadas a las comunidades autónomas han sido, y siguen siendo, el bastión (el noli me tangere nacionalista) desde el que poder seguir produciendo nuevos 1-O.
Las nuevas generaciones representan, en efecto, un material muy sensible y susceptible de adoctrinamiento, siendo fundamental su moldeamiento para cualquier tipo de transformación social. Una transformación que pasa por la articulación de lo que viene siendo un plan de estudios.
Esto lo saben muy bien los promotores del nacionalismo separatista que, desde el principio, quisieron plantar sus reales en la administración educativa y lograr filtrar sus doctrinas en el sistema educativo español. “Cada planta su cultivo; cada nación, su sistema educativo” rezaba el lema del mascarón de proa de la euskaldinización educativa del País Vasco y Navarra.
En el antiguo régimen estamental, la educación primaria y secundaria dependía de los municipios. Quedaba por tanto al albur de las decisiones locales, con sus arbitrariedades y dependencias.
Con la constitución de la nación como sujeto soberano, y con objeto de su alfabetización, se crearon las primeras leyes educativas generales, así como un cuerpo funcionarial de profesores que las llevara a efecto. Con ellas se trató de desbordar las dependencias locales para lograr una homogeneidad y uniformidad educativas inexistentes hasta ese momento.
La jacobina Ley Bouquier de 1793 se aprobó en Francia buscando la escolarización obligatoria y gratuita para los niños entre los 6 y 13 años, atendiendo a un mismo plan de estudios para todos los departamentos recién creados.
En España fue el plan Quintana, asociado a las Cortes de Cádiz. Fue el primer plan de una educación común para toda España y en él se puso de manifiesto la necesidad de la acomodación de la educación al principio mismo constitucional. Como reza el artículo 368 de la Constitución de Cádiz: “El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reyno, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en todas las universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas”.
Las siguientes leyes generales, desde el plan del duque de Rivas hasta la ley Claudio Moyano, transitaron por esta misma vía, que buscaba unificar y homogeneizar nacionalmente la educación. Una educación que, durante el Antiguo Régimen, permanecía completamente atomizada y diversificada localmente. Expuesta, insistimos, a las arbitrariedades de la oligarquía local, civil y, sobre todo, eclesiástica.
En la España del siglo XXI, como consecuencia de las sucesivas reformas educativas (desde la LOGSE de 1990 hasta la Ley Celaá), se ha roto esa homogeneidad educativa nacional y se ha terminado implantando justamente aquello que quería evitar Quintana, privilegiando el punto de vista de la división autonómica frente al enfoque isonómico nacional.
Se ha tendido a hacer de cada autonomía, mediante el traspaso competencial, un compartimiento estanco educativo. Una auténtica formación del espíritu plurinacional del que brotarán, sin duda, nuevos 1-O. Cuando no la prolongación de este último con su reactivación mediante los indultos.
En efecto, como recogía el Plan Quintana: “Nada más triste que ver a la Nación pagar la enseñanza de principios contrarios a sus propios derechos; nada en fin más doloroso que notar la absoluta falta de una educación realmente nacional”.