En 2016, tras la muerte del Matusalén caribeño, Fidel Castro, el partido político Podemos salió a llorar la pérdida de este “líder histórico”, a quien ha considerado desde sus inicios políticos como “un referente para Cuba y para todos los pueblos de América Latina”, según las declaraciones en su carta de despedida al represor comunista.
De tal manera, Podemos se ha aferrado a fórmulas que comprenden componentes como la patria, la emancipación o la gran mentira de la justicia social (algunas de ellas bien compartidas con los también nefastos líderes nacionalpopulistas, o bien llamados socialistas de derechas europeos, que abogan por la soberanía nacional y demás parafernalias).
Preocupa. Y preocupan en demasía las volteretas políticas que colocan a personajes que defienden abiertamente estas longevas dictaduras y que, con insistencia, se ponen nostálgicos al recordar un mundo donde el Muro de Berlín todavía se encontraba de pie.
Peor aún, preocupa que estos populismos de izquierdas hayan calado con fuerza a lo largo de España (también los de derechas, que claramente jamás son una solución para combatir a los primeros).
La pregunta, desde el otro lado del Atlántico, es la siguiente. ¿En qué estábamos pensando? ¿Cómo dejamos que el comunismo avanzara a lo largo de España tan sigilosamente?
Partidos políticos tradicionales, hartazgo electoral… Pero también corresponde preguntarnos qué ha sucedido con la cultura política y educativa de la nación. Para que las alternativas sean un par de melodramáticos populismos, hay que ahondar en los problemas que aquejan de raíz a España y preguntarnos por qué, de alguna que otra manera, se han importado algunas ponzoñosas ideas desde las Américas. Ideas que, a la larga, a los latinoamericanos no nos han traído nada más que pobreza, hambre, violencia y estancamiento.
La mentira nacionalista de la patria, la manipulación encubierta de la emancipación y la farsa de la justicia social.
La primera, utilizada como herramienta populista para enarbolar las banderas sentimentales de los mesías eternos mientras se destruyen las escaleras hacia el éxito al celebrar el encierro, el proteccionismo y la nación hermética, la que rechaza la globalización.
La segunda, una idea de emancipación embustera, cuando en realidad no nos hemos cansado de ver cómo la pequeña isla de Cuba avanza a lo largo de continentes como América y Europa (no nos olvidemos que, a fin de cuentas, fueron los soviéticos quienes les dejaron el perfecto manual, algo que les ha servido para apropiarse de países como Venezuela y hacer de las suyas desde el chavismo más puro y duro).
Por último, y no menos importante, la farsa de la justicia social. No hay mentira más grande y no hay nada más injusto que la adorada justicia social a la que apelan con ahínco los socialdemócratas, socialistas, comunistas y demás colectivistas de izquierdas. Los dueños de lo ajeno, les podríamos llamar. Aquellos que no entienden cómo se crea la riqueza o cómo se vuelve exitoso un país.
La justicia social es, en realidad, la mejor receta para el fracaso y para obtener, con una interesantísima rapidez, un aumento ciclópeo de la pobreza y una destrucción absoluta de los incentivos individuales.
Para los liberales, la mejor receta para acabar con la pobreza no es la justicia social, el subsidio o la redistribución de la riqueza. Por el contrario, para nosotros, la solución está en crear riqueza y dejar a la gente vivir en paz, trabajar y no saquearla con impuestos infernales que se han transformado en un gran castigo al éxito (pareciera ser que cuanto mejor te va, más empresas abres y más empleados contratas, el Gobierno más te castiga).
La solución a la pobreza se encuentra en las mentes creadoras, las mentes innovadoras, en los emprendedores, los empresarios, los dueños de pequeñas y medianas empresas, los dueños de tiendas y negocios de barrio, los que día a día sacan adelante a España a través de la cultura del esfuerzo y del trabajo (y lo hacen a pesar del peso pesado del Gobierno).
Los mesías al estilo de Podemos o del PSOE (e incluso de partidos políticos de derechas) acaban convirtiendo en interminables las listas de derechos, pero nunca nos dicen de dónde sacarán el dinero para financiar esos bien costosos derechos.
Y es, en realidad, de tu propio bolsillo, nunca del de los políticos (o si no lo crees puedes preguntarte dónde viven los comunistas antirriqueza y antipropiedad privada como Pablo Iglesias, María Gabriela Chávez o Cristina Fernández de Kirchner).
Recuerden, españoles. Cuando un derecho lo tiene que pagar alguien más no es un derecho: es, en realidad, un privilegio que has conseguido a costa de alguien. De algo que alguien más tuvo que pagarte, de algo que alguien más tuvo que trabajar para que tú lo tuvieras.
La justicia social es, así, uno de los fundamentos centrales del peronismo, del chavismo, de los amantes de Podemos y de aquellos modelos estatistas que estropearon América Latina y que la han zambullido en la pobreza extrema empleando la coartada de la justicia social, idea con la que algunos políticos españoles quieren coquetear.
Cada individuo debe valerse por sí mismo sin depender de los demás o de un Gobierno que te promete (con dinero ajeno), que te corta las piernas, que te da un par de muletas y que te dice que, si no fuera por el Gobierno, tú no podrías caminar.
Es por este motivo que, en buena medida, los liberales hacemos énfasis en la importancia del marco de la seguridad jurídica como un pilar vital del funcionamiento de la sociedad libre, debido a que donde impera la división de poderes y la igualdad jurídica, un Gobierno no tiene la facultad ni la potestad de otorgar privilegios o hacer favores a determinados grupos o personas.
Donde hay seguridad jurídica, las leyes son aplicables tanto para los que están en el Gobierno como para los ciudadanos y ahí todos, una vez más, somos iguales ante la ley. Esto equivale a ser gobernados por leyes conocidas y no por decisiones arbitrarias de los funcionarios del Gobierno.
Pongamos fin de una vez a la hipocresía y a la mentira, y empecemos a elegir las buenas ideas: sólo así nos ahorraremos tiempo y fracasos.