Vuelve la Vuelta, que promete ser más entretenida que el Tour, asesinado por Pogačar, por su superioridad desmotivadora (para los demás). Aunque sobre la Vuelta también pende la superioridad de Roglič. Estos eslovenos, con su c con cucuruchito...
Pero yo no quiero ocuparme hoy de los grandes triunfadores sino de los pequeños, de los que ganaron sólo una vez y recibieron el fogonazo del flash un solo día. Aquellos que llevaron la vida en la sombra con la excepción de ese día único.
Durante el último Tour me acordé del mejor ejemplo. Dijeron el nombre de un viejo equipo, el Mavisa, el Puertas Mavisa, y recibí un magdalenazo proustiano: ¡aquel ciclista que ganó en una larguísima escapada en los noventa! La palabra Mavisa me lo evocó, pero veo ahora que ni siquiera estaba en ese equipo sino en el Wigarma, también borrado por el tiempo.
Fue el 2 de mayo de 1991, etapa Sevilla-Jaén. Un desconocido ganó tras rodar ciento ochenta y cuatro kilómetros en solitario y, aunque el pelotón se lo consintió a partir de un determinado momento, los comentaristas radiofónicos magnificaron su gesta.
El ciclista salió a la luz con toda la trompetería ambiente de entonces. Era Jesús Cruz Martín, un palentino de veintisiete años. Lo apodaban El Pantera, pero los guasones, en referencia a un gran rodador de la época, Vanderaerden, le decían Panteraerden.
Él, sin embargo, estaba ajeno tanto a las guasas como a las pomposidades. Mantuvo la sobriedad, con un discurso articulado y serio: sí, transmitía seriedad ante todo, emitía sus frases con una elocuencia sin aspavientos. Estaba feliz, pero era consciente de que no iba a durar. Y duró, en efecto, sólo aquel día.
Pero qué bien estuvo aquel día, su día. Aunque últimamente se me había olvidado, lo tuve presente muchos años. Encuentro esto que escribí hace trece: “Yo me fijé en él por lo bien que estuvo luego con los periodistas: hizo declaraciones justas y modestas, sobre la etapa y su vida. Se mostraba contento, pero no eufórico. Era noble. Sabía dónde estaba y habló desde ahí: sobrio pero no parco, diciendo lo que tenía que decir, con un seco orgullo, sin alardes. Él sabía que los focos iban a alumbrarle solo aquella jornada: pero estuvo impecable en ella, y después no se quejó”.
Su ejemplo tenía algo de imperativo kantiano: compórtate de modo que si un día te enfocan las cámaras y lo hacen ese único día, aparezca en ellas dignidad.