Se me ocurren muchas razones por las que es necesaria una reforma de la Universidad española, incluso motivos urgentes para hacerlo. Pero me temo que, en materia de prioridades, en ninguna coincido con el prescindible ministro Manuel Castells.
Diría, por ejemplo, que la brecha entre los estudios universitarios y el mercado laboral es cada vez más grande. Empeñarse en que a eso se sume una formación deficitaria de inicio no contribuye en nada a salvar esa brecha.
Con titulaciones que sirven para poco y multititulados sin más futuro (si hay suerte) que el sector servicios, más que una brecha, es una fosa abisal.
¿La endogamia? Digna de figurar en el Gotha y, como la de sangre, tendente a empeorar la especie.
Y sí, el sistema de acreditación de la ANECA, requisito indispensable para la docencia universitaria, podría parecer que estableció cierto rigor en los méritos de los aspirantes a docentes y puso fin a esa endogamia.
Pero la realidad es que difícilmente puede cumplir las exigencias para esa acreditación alguien que no esté previamente en un departamento de una facultad. Porque, de no ser así, es poco o nada probable publicar en revistas científicas reconocidas, participar en proyectos de investigación relevantes y demostrar, en suma, una trayectoria adecuada como académico e investigador. Porque no: desde fuera es muy, muy complicado.
Ahora, Manuel Castells pretende incluso eliminar ese requisito externo para la figura del ayudante doctor, que es la puerta de entrada a la carrera docente. Es decir, que si antes el filtro era dudoso, eliminado este, la endogamia volverá a no tener límite.
Ninguna comunidad autónoma (de hecho, casi ninguna provincia) sin su universidad, como ningún municipio sin su auditorio multiusos, su polideportivo o su piscina municipal
¿Resultado? Minúsculas facultades sin más relevancia que la de permitir a los de la comunidad no tener que desplazarse a otra para poder estudiar. O, en su caso, que el estudiante cuya media no llega a la nota de corte de la carrera y la facultad que desea pueda conformarse con otra menos vistosa. Porque, al fin y al cabo, de lo que se trata es de obtener un título.
De las 49 universidades públicas existentes actualmente en España, la cuarta parte tiene un porcentaje de profesores asociados por encima del 40% sobre los titulares. Sólo en siete de ellas ese porcentaje está por debajo del 10%. Y luego hay casos como los de la Universidad Rovira i Virgili, en Tarragona, en la que casi el 60% de los docentes son asociados. Es decir, personas de “reconocido prestigio” llamados a enriquecer los conocimientos de los alumnos gracias a su trayectoria profesional. En teoría.
En la práctica, mano de obra barata que cubre las horas de docencia que deberían impartir los profesores titulares, más interesados en el rentable mercadeo de másteres que en la docencia troncal. Masters que, además de caros, las más de las veces no se sabe si habilitan mucho, poco o nada para una carrera profesional.
Podría seguir. Pero, por más que lo hiciera, en ningún caso se me ocurriría que alguno de los problemas de la Universidad española tenga su remedio en la perspectiva de género o en la memoria democrática.
No sólo eso. Priorizar e incentivar las líneas de investigación que se dediquen a cualquiera de esos temas es tanto como convertirla en una factoría de textos woke y hacerla definitivamente irrelevante.
Ya tenemos la experiencia de décadas en las que, en muchas facultades, se han priorizado los estudios locales, de manera que tesis doctorales sobre, por ejemplo, El comercio de grano en el municipio de (imaginen el que les apetezca) entre 1830 y 1840 se han primado sobre cualquiera de ámbito nacional o internacional y con mayor ambición investigadora.
Y si ya se ha demostrado que adaptarse a la “perspectiva” que marca la Universidad es la llave para iniciar el cursus honorum que cualquiera desea, no hace falta que les diga cuál será la producción intelectual de la práctica totalidad de las universidades cuando se apruebe la Ley Castells.