Menudo golpe ha recibido este domingo el Gobierno de Alberto y Cristina Fernández de Kirchner en la Argentina. El kirchnerismo ha sufrido una catástrofe electoral (también en la oficialista provincia de Buenos Aires, bastión histórico del peronismo) tras haberse celebrado las elecciones primerias abiertas simultáneas y obligatorias (PASO).
En esta etapa previa a las legislativas del mes de noviembre (un adelanto de las elecciones definitivas) la oposición reunida en Juntos por el Cambio, la coalición de Mauricio Macri, ha obtenido una rotunda victoria.
Alberto Fernández ha aceptado la derrota y afirmado que “algo no hemos hecho bien para que la gente no nos acompañe”.
Suceden dos hechos. Primero, que en Argentina las cosas se vienen haciendo paupérrimamente desde hace tiempo como consecuencia de seguir malas ideas. Y segundo, eso a lo que Alberto llama “algo”.
No todos los países tienen una historia feliz (empiece a alertarse España porque también puede pasar aquí). Argentina era un país desarrollado que iba camino de convertirse en una gran potencia económica mundial entre 1853 y comienzos del siglo 20 hasta que se convirtió en un país populista, pobre y subdesarrollado con regímenes militares que han causado estragos.
¿En qué fallamos?
Nos creimos un cuento de hadas, como ocurre con todo aquel que cae anonadado y enamorado por los populismos, ya sean de izquierda o de derecha. Y el principal personaje de este cuento, y desencadenante de la trama, es Juan Domingo Perón, un coronel que participó activamente en el golpe militar de 1943.
Perón admiraba abiertamente a Benito Mussolini y trabajó al frente de la Secretaría de Trabajo y Seguridad Social en Argentina para implementar muchos aspectos del fascismo italiano, como el corporativismo, la autarquía y el culto al líder mesiánico. Perón se ganó también el apoyo del sindicato más importante del país, la Unión Ferroviaria, que lo proclamó "el primer obrero argentino".
Perón ya no era simplemente un oficial del ejército. Se había convertido en el líder mesiánico de la Argentina. Durante su mandato gastó las reservas de oro y divisas, redistribuyó los ingresos, recurrió a las nacionalizaciones y construyó una sociedad corporativista de clara influencia fascista. Además, expropió los ingresos del sector agroexportador para financiar la expansión masiva del gasto público, que en pocos años pasó del 25 al 42% del PIB.
En la Argentina actual, más de 20 millones de personas reciben algún tipo de transferencia por parte del Estado, ya sea en forma de empleo público, jubilaciones, subsidios o asignaciones. De casi 45 millones de habitantes, sólo siete millones trabajan en el sector privado. Siete millones que deben mantener a los 20 que viven del Estado. Aquí radica el gran problema del Estado elefantiásico: en su insostenibilidad y su inmoralidad.
Argentina no avanza porque castiga el éxito y celebra los privilegios.
Pero entendamos primero esta inmoralidad colectivista reflejada en lo que Alberto Fernández llama, con cinismo, “algo”.
“Algo” es, primero, una de las cuarentenas más duras y restrictivas del mundo. Mientras, en plena primera fase de esa cuarentena, la primera dama festejaba su cumpleaños con una celebración que, organizada por cualquier otro argentino, le habría llevado automáticamente a la cárcel.
Segundo, el caso del vacunatorio VIP en el Ministerio de Salud. Vacunatorio donde se vacunaron ellos primero y que llevó a la renuncia del ministro de Salud Ginés González García.
Tercero, que cuando nos decían “quédate en casa”, ellos recibían un salario asegurado a fin de mes (con nuestro dinero). Mientras tanto, 30.000 empresas se fundían y 70.000 cerraban para siempre.
Cuarto, que a la corrupción, la inoperancia premeditada y la inmoralidad hay que sumar que la economía está en recesión desde el año 2018, que Argentina ocupa el puesto 126 en el Indice Doing Business del Banco Mundial, que tenemos una deuda pública cercana al 90% del PBI, que tenemos una de las tasas de inflación más altas del mundo y que nadie quiere invertir en nuestro territorio.
Pero todavía no nos damos cuenta del problema que nos ha encerrado en este ciclo de crisis repetidas.
No nos olvidemos de que cada aumento del gasto público va acompañado de un aumento del déficit. Luego, de la impresión de dinero por parte del Banco Central y, finalmente, de una crisis monetaria que golpea la economía nacional.
Como siempre, Argentina no puede resolver el problema del gran gobierno con más gobierno. Fernández debe recortar el gasto público. La pandemia no es excusa para la mala gestión económica. Ni para el control de los precios, la fijación de salarios, la creación de nuevas trabas y regulaciones, y, cómo no, el control de sectores como el de la energía, que nacionalizan mientras dicen que es por “el bien de todos”.
Así son los cuentos de hadas y esta es la realidad de Argentina, el reino del revés. Un país que lo tuvo todo, pero que también lo perdió todo. A veces, las advertencias vienen de esta manera. Como decía Thomas Jefferson, “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”.