La concesión de premios públicos suele ser una pérdida de tiempo: alimento para el ego de los premiados, visibilidad para el de quienes los otorgan. Pero no siempre es así. Admito que muy pocas veces los reconocimientos están seleccionados con tanta inteligencia como los que se otorgan este viernes en el teatro Campoamor de Oviedo.
A un lado del escenario, el escritor y periodista Emmanuel Carrère pronunciará su discurso. El francés, que viene de batallar contra las miserias más profundas de la ansiedad, prosigue una carrera en gran medida autobiográfica que, si bien no le concede excesivos amigos, por su claridad y su compromiso, ambos a veces hirientes, sí le convierte en un icono de la autoficción más brillante. Lo que escribe, lo ha vivido; (casi todo) lo que vive, lo escribe.
Esa fusión tan poderosa le ha llevado de viaje a los límites del terror de sí mismo. Lo narra en su último libro, Yoga (Anagrama, 2021). A pesar de llevar décadas practicando la máxima quietud sobre un zafu, alguien que hace mucho ruido y no es amable ha acabado por adueñarse de su cabeza. Por eso, el escritor llegó a pasar un largo tiempo ingresado en un hospital psiquiátrico.
Durante ese periodo, uno de sus médicos (un gilipollas, según Carrère), telefoneó a su hermana Nathalie: “Su hermano ha formulado una petición de eutanasia. ¿Qué hacemos?”.
Pero, en el caso del galardonado parisino, también es cierto que esa entrega tan profunda a la escritura le ha conducido a lugares que, quienes llevamos vidas corrientes, ni siquiera aspiramos a recorrer (serán siempre las vidas de otros: tal vez más valientes, tal vez más locos).
Marina Abramovic disfruta de otra existencia igualmente emocionante. Igual recuerdan que recorrió una parte de la Gran Muralla China en tal vez la performance más personal que ha realizado, y que le sirvió para concluir su relación con Ulay, que la transitó en sentido opuesto para que ambos pudieran encontrarse. Hermoso, sí.
También lo fue el momento que quedó registrado en el MoMA cuando, de entre el público que hacía cola para sentarse unos minutos frente a la artista de Belgrado (pasó 700 horas sentada frente a miles de desconocidos en The Artist Is Present), apareció él.
Siempre en el límite, la precursora de las performances se ofreció, en 1974, en Nápoles, a quien quisiera hacer cualquier cosa con su cuerpo, prometiendo no protestar ni mostrar, después, rencor alguno. Sobre la mesa había cuchillos, rosas, cadenas de hierro, vino, artilugios punzantes y hasta una pistola con una bala en el cargador.
Se entregó a los demás durante seis horas por el arte y la experiencia y descubrió, así, la sensación de la absoluta renuncia. Averiguó hasta qué punto puede un desconocido infligir dolor gratuitamente a otro si lo hace protegido por unas normas pactadas. También, la artista halló una senda artística hasta entonces inexplorada.
En ese tiempo, con 28 años, Marina se hallaba “tan enfadada que estaba dispuesta a morir”. Pero sobrevivió (es cierto que había allí personal de seguridad que, de ser necesario, hubiera impedido que la dispararan).
Más de cuatro décadas después de aquel Rhythm O, continúa viva, quizá más que nunca, tanto ella como su leyenda.
Conozco artistas que sellan su compromiso con el diablo, o con alguno de sus representantes, y acuerdan someterse a alguna infamia vital con tal de escribir o bailar después sobre ella, y aparecer en letras grandes en los medios o los carteles publicitarios.
Al final, es cierto, no es más que un trato. Este viernes en el Principado, junto a otros galardonados exquisitos como la activista estadounidense Gloria Steinem o el economista indio Amartya Sen, el reconocimiento que distingue a Carrère y a Abramovic estará, por un vez, del todo justificado.