Lo que más me divierte de los haters de Ana Iris Simón es su veta inquisitorial. La atacan con afán de desenmascararla ante la opinión pública, de mostrarla como una apóstata de las causas que dice defender.
Pero lo que les enrabieta no son sus ideas, sino su éxito. Ana Iris, con un discurso sencillo y nostálgico, ha tocado las teclas emocionales que una generación anhelaba escuchar, y se ha convertido, intuyo que a su pesar, en uno de los núcleos (irradiadores) de la conversación pública.
El sábado pasado publicó una columna donde celebraba el amor de dos amigos, juntos desde los 14 años. El texto era un alegato a favor del esfuerzo (el amor es para quien lo trabaja), pero sus haters han querido interpretarlo como una llamada a recuperar el consentimiento irrevocable que predica el sacramento del matrimonio: ¡Ana Iris quiere volver a los tiempos en que el divorcio era ilegal!
El objetivo de estas calumnias es ubicar a Ana Iris en el radio ideológico de La Falange. Incluso hay quien, con pretendido ingenio, ha escrito que Ana Iris es la representante pop de la Sección Femenina.
Pero lo que verdaderamente me subleva, y por eso escribo esta columna, no es la discrepancia, sino el acoso. Que adalides de la paz, los cuidados, la sororidad y la salud mental practiquen el bullying más despiadado contra una mujer que no ha insultado a nadie me enfurece.
Puedo entender la envidia. A fin de cuentas, ella ha publicado un bestseller que ha marcado el debate nacional, ha sido invitada para hablar frente al presidente y tiene una columna en El País. Que naturalicemos que la envidia metabolice en odio es otra cuestión.
Hay muchas tesis de Ana Iris que no comparto, pero me interesa el misterio. ¿Por qué ideas que creímos caducadas han recuperado un aroma fresco? ¿De dónde procede el anhelo por los arraigos del pasado? El amor, el pueblo, la familia, la religión eran signos de dependencia, pero también de pertenencia. ¿Cuándo mutó la emancipación en individualismo y el individualismo en soledad?
La batalla contra Ana Iris rezuma clasismo. La atacan por mujer, por joven y por manchega, pero sobre todo porque siembra la sospecha sobre las ideas que han dado distinción a la izquierda pija y urbanita durante la última década. Quizá porque los lujos de vivir sin patria, sin bandera, sin familia; las noches de MDMA y poliamor; y las mañanas de aguacate y tofu, no están al alcance de todos.
Hay ideologías que son un privilegio de clase. Eso detectó Ana Iris. Y no se lo perdonan.