La política inmigratoria estadounidense no ha cambiado mucho tras la victoria de los demócratas en 2020. Tampoco existe una gran diferencia entre las políticas inmigratorias de Donald Trump y las de Joe Biden.
Joe Biden ha extendido de manera indefinida las órdenes de Trump que permiten la expulsión inmediata de migrantes en la frontera entre Estados Unidos y México. Los inmigrantes son rechazados en masa, incluidos los que solicitan asilo, como consecuencia de estas órdenes. Lo hacen por medio del denominado esfuerzo de inteligencia, que permite detectar y frenar las caravanas de migrantes. Esto ha sido confirmado por el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos (DHS).
Ante las críticas, el gobierno del presidente Biden ha decidido hacer énfasis en los inmigrantes que han entrado recientemente en el país (después del 1 de noviembre de 2020) de forma ilegal. Hay que recordar que, hace muy poco, su gobierno expulsó a 5.000 haitianos que habían entrado desde México hasta Texas.
Mientras tanto, Europa vive el rebrote de una derecha nacionalista que exige políticas de puertas cerradas y el mundo padece los resabios de la Covid-19. Virus que le ha dado al planeta, y no solo a los populistas o los amantes del cierre de fronteras, una excusa perfecta para la discriminación y los muros burocráticos.
Pero no caigamos en el argumento de la inmigración ilegal ni en el de limitar esta por su impacto en el Estado de bienestar.
En el primer caso, porque es una aberración ponerle a un ser humano el adjetivo de ilegal. Y mucho más cuando no ha cometido ningún crimen y sólo busca trabajar, escapando de un país donde es oprimido, y cuando ese concepto de ilegal también es utilizado como justificación por las derechas nacionalistas para complicar el sistema de visados y fronteras.
Así lo hizo la administración Trump, jactándose de estar a favor de la inmigración legal, pero volviéndola cada vez más inaccesible y compleja.
En el segundo caso porque, en todo caso, el problema sería del Estado de bienestar, no del inmigrante. Este, a la larga, termina siendo un contribuyente que paga sus impuestos, que trabaja y que genera valor. Y si por Estado de bienestar fuera, los inmigrantes que rechazan los Estados Unidos o Europa se quedarían dando vueltas por América Latina, una región repleta de esos gobiernos que otorgan subsidios (créanme que sería mucho más fácil para ellos si eso fuera lo que buscaran).
La realidad es que el inmigrante llega para trabajar. Y dentro del libre mercado, el lugar de nacimiento no juega ningún papel.
La historia de los Estados Unidos es la de una tierra de inmigrantes. El país se forjó con individuos que se atrevieron a cortar sus lazos con las viejas tradiciones y a explorar nuevas fronteras gestando una sociedad abierta que no limitaba ni restringía la libertad. Oscar Handlin, historiador neoyorquino fallecido en 2011, dijo lo siguiente: “Yo pensé en escribir una historia de los inmigrantes en los Estados Unidos. Entonces descubrí que la historia de los inmigrantes era la historia de América”.
Tengo un enorme respeto por los individuos que emigran. Individuos con la valentía necesaria para tomar la difícil decisión de dejar atrás su hogar y su vida para buscar algo mejor.
Mi familia, al igual que prácticamente todas las familias de nuestra región, se formó a partir de la inmigración. Mis bisabuelos llegaron de Sicilia (Italia) a Rosario (Argentina) allá por los años 50 del siglo pasado buscando un lugar mejor, escapando de la guerra, de los totalitarismos y de la destrucción que estos habían dejado a lo largo de Europa.
Todos los estadounidenses que hay en los Estados Unidos, con la excepción de un muy reducido cúmulo de personas, son inmigrantes o descendientes de inmigrantes. De hecho, los siguientes presidentes estadounidenses (la lista no es exhaustiva) descienden de inmigrantes: Woodrow Wilson, Warren Harding, Calvin Coolidge, Herbert Hoover, Franklin Delano Roosevelt, Harry Truman, Dwight Eisenhower, John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson, Richard Nixon, Gerald R. Ford, Jimmy Carter, Ronald Reagan, George H. Bush y George W. Bush, Bill Clinton, Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden.
Si el lector se hace algún test genético de esos que están tan de moda verá que no existe tal cosa como un ADN 100% español o 100% argentino. Somos licuadoras genéticas. Venimos de un pequeño grupo de Homo sapiens que un día decidió salir desde África y explorar nuevas tierras.
Este dato nos ayuda a recordar de dónde venimos. A recordar que no debemos caer en absurdos constructos nacionalistas ni creernos mejores que otros por haber nacido en un país determinado. La humanidad es producto de la interacción entre culturas.
La decisión de emigrar requiere una extraordinaria fortaleza emocional. Haga este ejercicio y, por un momento, imagine que debe abandonar todo lo que tiene. Su hogar, su familia, sus recuerdos. Que debe empezar una vida desde cero, de la nada, en un país con una cultura y un idioma desconocidos.
Piense en la ansiedad antes de subir al avión (en el mejor de los casos, porque la mayoría de las veces toca escapar en balsas o a pie). En el conjunto de sensaciones al despedirse de una familia que no sabe cuándo volverá a ver (o incluso si la volverá a ver).
Imagine que todo lo que puede llevarse debe caber en una simple maleta de 20 kilos.
Difícil, ¿verdad? Requiere coraje y valentía por parte del que abandona su país. Requiere empatía y amor por parte del que recibe al inmigrante. Piénselo bien. Reflexione. Sea empático antes de juzgar a las personas por su lugar de nacimiento. Antes de juzgar a aquellos que escapan de regímenes autoritarios. Sus antepasados también lo hicieron. Ellos también escaparon.
Por último, y como recuerda el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa: “No hay manera de parar la inmigración”.