Tras dos años de espera, se ha estrenado la tercera y última temporada de Succession (HBO), una de las mejores series de la década. Su aspereza argumental y su altura intelectual la salvan de ser utilizada pedagógicamente por el populismo ramplón.
Hay una escena en el penúltimo capítulo de la segunda temporada de la serie de HBO Succession en la que Kendall Roy, hasta entonces delfín de su padre, el magnate de los medios Logan Roy, se defiende ante unas acusaciones (la ola del me too también salpica a la empresa Waystar Royco) del senador Gill Eavis, judío izquierdista.
En esa escena, imagino perfectamente a Federico Jiménez Losantos replicando a Pablo Iglesias en una comisión de investigación:
“Detrás de esta investigación hay un odio personal de usted hacia mi padre. Un odio subyacente ideológico hacia sus periódicos y canales de noticias. Y, en particular, un gran odio hacia el caso de éxito que sin duda es la ATN, donde ha aparecido usted 14 veces en los últimos cuatro meses, senador Eavis” dice Kendall, que deja balbuceante al político progresista.
Puedo ver a Iglesias rabioso tras presenciar esta secuencia, ya que el motor de las políticas del exvicepresidente del Gobierno queda retratado en dicho párrafo: odio personal, ideológico y odio al éxito. Odio.
No es Succession una serie con moraleja o que plantee una crítica encarnizada a los poderes y el capitalismo de planta 87, sino una tragedia griega salpicada de humor ácido traída a los tiempos de Twitter y a los ambientes neocon neoyorquinos.
Como el propio Cristian Campos escribió en este periódico:
“Es la tragicómica, y muy cruel, historia shakespeariana del propietario de un viejo imperio de medios de comunicación conservadores y de su lucha para conseguir que uno de sus cuatro grotescos hijos madure hasta convertirse en el hijo de la gran puta que se requiere para mantener el imperio a flote en un nuevo escenario mediático infinitamente despiadado”.
A diferencia de El buen patrón, película recién estrenada (siendo obra de Fernando León de Aranoa y estando protagonizada por Javier Bardem no hay que ser un lince para saber por dónde van los tiros), Succession no caricaturiza al leviatán capitalista como una orca asesina, sino que describe sus entrañas. Como si un Jonás equipado con una GoPro nos contara desde dentro cómo es la bestia.
Sus protagonistas, todos, son unos hijos de puta. Pero la serie consigue lo más difícil. Que empaticemos con ellos. Que los miremos a los ojos. Que, como dijo Roosevelt del dictador nicaragüense Somoza, sean nuestros hijos de puta.
Son ingredientes suficientes para que Pablo Iglesias, comentador de series, no haya tenido palabras para la Succession. Y es que ya saben para quién no está hecha la miel. Sucession es un Juego de tronos, pero sin recurrir a la pornografía de la sangre y el sexo explícito. Es más sutil y elegante que todo eso.
Succession es un castillo escocés que se erige sobre los pilares de diálogos inteligentes y agudos y de unos complejos personajes profundamente caracterizados. No es la de HBO una historia de consumo facilón y compulsivo como El juego del calamar o La casa de papel. Es cosa de adultos. Es un whisky Macallan 24 años con una roca de hielo frente al regusto dulzón a Malibú-piña que te dejan las otras.
Personalmente, ubico el momento cumbre de la historia en el tercer capítulo de la segunda entrega, cuando la familia de ricachones se va de caza a la Hungría de Viktor Orbán: si les digo “jabalí al suelo”, quien lo haya visto me entenderá.
“Jerry, ¿por qué hay que ir hasta Hungría?” pregunta el impagable yerno Tom Wambsgans. A lo que la testaferro de la familia Roy responde: “Allí puedes disparar el arma y a nadie le importa a quién das”. Posan los machos de la familia ante la veintena de facóqueros abatidos y uno supone el espanto de las Belarras de turno, carcomidas por la ideología Disney, que ven a Pumba en la bestia salvaje: “¡Toca el agua!, ¡toca el agua!”.
Otro punto a favor de la credibilidad de la serie es que no mete cuotas con calzador. No hay un CEO negro y homosexual o una presidenta de los Estados Unidos de origen surcoreano.
Sí hay una aspiración de candidatura a la Casa Blanca por parte de Connor, el inútil y descacharrante primogénito (llegó a pagar una millonada por el pene falso de Napoleón), que es una suerte de Cayetano Martínez de Irujo de Los Hamptons. Connor pretende lanzarse a por la presidencia de la república como un outsider que combina la ideología de la Asociación del Rifle con la del GIL. Aquí, decía, como in the fucking real life, los que cortan el bacalao siguen siendo los WASP (blancos, anglosajones y protestantes).
Cierto es que el patriarca Logan Roy (que, como canta Califato 3/4, trata a sus hijos como cascos de la Renfe) vuelve en un momento de la trama a sus orígenes católicos en Dundee (Escocia) para inaugurar una escuela de periodismo con su nombre. Su viejo hermano, que es su antítesis, frente a la fachada de la misma y después de compararlo con Adolf Hitler, le suelta una buena: “Joder, que le pongan tu nombre a una escuela de periodismo es como llamar Jack el destripador a una clínica de cirugía estética para mujeres”.
En esa misma ocasión celebratoria, Rómulo, el vástago menor (espídico, parafílico e ingenioso), decide hacerle un regalo muy especial a su querido papi y compra para él el equipo de su infancia: el Hearth. “Inútil, yo soy del Hibs” le replica Logan tras desvelar la sorpresa.
Nah, cosas de ricos.
No sólo por su magnífica banda sonora, a cargo de Nicholas Britell, puede ser etiquetada como gourmet esta ficción. Los guiones, bajo la batuta de Jesse Amstrong, están cargados de referencias literarias de nivel, especialmente de autores estadounidenses: Henry David Thoreau, Walt Whitman, Ralph Waldo Emerson. Además de la constante presencia implícita del bardo de Avon, siendo la tragedia del Rey Lear la más evidente de las influencias.
Cuando van a cerrar un trato fundamental (una absorción) con una empresa de la competencia, y los Roy rinden visita a la familia propietaria, que a diferencia de nuestros cínicos protagonistas cree en un periodismo serio y de calidad, de corte más progresista, se suceden ocasiones descacharrantes en la que estos últimos, cita tras cita, se jactan de su superioridad intelectual frente a los ágrafos Roy.
En un aparte, se publica una noticia desagradable sobre la compañía que pilota Logan y que puede dar al traste con el acuerdo. Entonces, una de las primas Pierce, Naomi, favorable a la venta, es inquirida por Shiv Roy (la niña de papá, pero sin duda la más inteligente de los cuatro hermanos herederos) ante el llamativo silencio de sus primos: que si habrán leído ya la información, pregunta.
Y en un alarde de genialidad responde esta: “Querida, mis primos comentan la última novela de Jonathan Franzen tres días antes de que salga a la venta”.
El primer capítulo de la tercera entrega, el único disponible hasta la semana que viene, se titula Secession, jugando con las palabras y dando a entender la división entre padre e hijo: la guerra civil entre ambos. El viejo Logan contra Kendall, magníficamente bautizado en la serie como Edipo Roy.
Sería una buena oportunidad para que los catalanes independentistas entendieran la diferencia entre sucesión y secesión, y dejaran de aferrarse al 1714 como precedente histórico de lo suyo.
Pablo Iglesias rabia odio de clases: en Succession, como nuevo rico, sería el enano más alto. Pedro Sánchez saliva ante tanta escena ostentosa a bordo de la flota Falcon de Waystar Royco.