La buena educación nos va a matar. Hemos perdido la obscena belleza de mandar a la gente a la mierda. Pero así, sin paños calientes: no a paseo, no al carajo, a-la-mierda, como subrayó Fernán Gómez a gritos a aquel fan pesadísimo y resabiado que le acosaba por un autógrafo.
No me malinterpreten: soy una entusiasta del civismo. Igual que estoy en contra de la cultura cuqui de Mr. Wonderful y de la patraña pegajosa del “sonríe”, abogo fuerte por el “buenos días”, el “gracias” y el “disculpa”: menos tazas cursis para que desayunen los jipis si luego tratan al camarero como si fuera un vasallo. Lo único que ocurre es que creo, al contrario de lo que se piensa, que mandar a la gente a la mierda es también un noble lubricante social, una paradójica muestra de honorabilidad, incluso una fórmula más de cortesía.
Cortesía con uno mismo, claro, jartito ya de bregar con sinvergüenzas, con traidores, con déspotas; con chupópteros, chivatos, buscarruinas; con narcisistas, pusilánimes y cholulos, en definitiva, con diversos hijos de puta de cualquier estilo y condición. La amabilidad con los otros es importante, qué duda cabe -y lo suyo es practicarla por defecto, al menos hasta que el tendero nos escupa en la cara-, pero la primigenia es la amabilidad con uno mismo. Nuestra integridad auténtica reside en un derecho humano escondido, poco mencionado, olvidado adrede, diría: el derecho a que nos dejen en paz.
Respetarse a uno mismo es saber decir "basta", es saber decir "hasta aquí", respetarse a uno mismo es protegerse y para protegerse, desgraciadamente, a veces hay que mandar a la gente a la mierda. La vida es así, no la he inventado yo.
Sin embargo, la cosa está montada para que lidiemos hasta el final de los tiempos con cada babosa que se nos cruza en el camino, quién sabe si una antigua colega que nos la acabó tramando o un compañero de curro trepa o un ex que nos hizo sentir como un mueble o un jefe mediocre y cruel o sencillamente alguien que nos cae fatal desde siempre, alguien que nos hizo un feo simbólico, de estos pequeños pero puñeteros, como no echarnos un cable fácil cuando lo necesitábamos: digamos que el imperativo moral es “no desprenderse”, “no montar el pollo”, “no reventar el vínculo”, “no perder las formas”, “no cerrar las puertas”. Ignorar las afrentas porque “no merecen la pena”. ¿Ah, no? Pero, ¿cómo que no, si reconciliarse no es unir, sino ser capaz de soltar?
Así que te levantas una mañana de sábado y te das cuenta de que tu pasividad, tu delirante buen rollo y tu rabioso masoquismo cristiano han llegado tan lejos que no sólo no has mandado nunca a la mierda a los integrantes de esas afrentas, sino que encima habitan tus redes sociales como si les apreciases, digo más, como si te interesasen lo más mínimo. Esto es lo último. ¡Lo último!
Vaya infamia lo de internet, qué angustia moderna es ésta. Antes uno podía perder de vista con más facilidad a la gente que detestaba: bastaba con no frecuentar ciertos bares. Pero desde que existen Twitter o Instagram o Linkedin, por ejemplo, un ex tuyo ya nunca desaparece del todo. En tu memoria no terminas de enterrarle la cabeza con un bate, como a los topitos esos de la máquina de las ferias. Le ves crecer lejos de ti en fotos de desayunos y viajes tropicales y comentarios políticos y nuevos empleos, como en una película abyecta, tediosa, lentísima. Ves que está guapo, que le va bien, que te ha sobrevivido: cosas que, francamente, le amargan la tarde a cualquiera.
Es molesto, ¿no? Pero no dejamos de seguirles. Nos puede la impostura social. No nos gustaría parecer incivilizados, o, aún peor, afectados. Lo mismo pasa con tantísima otra gente que nos incomoda. Venga, bájate del burro, que tienes la mecha muy corta, nos hemos dicho a nosotros mismos. Venga, sé agradable, que no te cuesta nada. Venga, trágate el sapo. Así que les conservamos virtualmente, por si acaso. Por si acaso, ¿qué? ¿De qué esta diógenes? Sólo es buena prueba de nuestra cobardía sistémica, de nuestro apocamiento, de nuestro conservadurismo social y emocional. Preferimos acumular moho a quemar los puentes. Preferimos esta docilidad que nos pudre a cortar la mala hierba. Y así nos luce el pelo, cari.
Yo de un tiempo a esta parte tengo el dedo suelto: he hecho limpieza de mis redes, es decir, de mi agenda, de mi cerebro, de mi tiempo. No soy complaciente más, ¡qué alegría! Venga unfollow, adiós muy buenas: respira una mejor. El “y ahora te vas a la mierda” lo tengo a las puertas de la boca, pero sólo lo empleo si es estrictamente necesario, que ya sabemos que si se abusa de las palabras mágicas pierden su efecto.
Es hermoso recuperar el control que nos quitó el buenismo. Es hermoso ser lo bastante fuerte como para tener los enemigos justos: lo otro es servilismo. Ya lo dijo Fernán Gómez: "El tiempo pone a cada uno en su sitio, pero si vas mandando a la mierda a algunos, pues adelantas camino".