Este pasado domingo 7 de noviembre se celebraron elecciones en la Nicaragua de Daniel Ortega. Pero ¿es correcto llamar “elecciones” a un proceso durante el cual se ha encarcelado a los siete candidatos presidenciales de la oposición?
La historia de la democracia nos respondería con un rotundo no.
Hoy se calcula que existen más de 150 presos políticos en Nicaragua y se prevé ya la desaparición de tres partidos opositores. De más está decir que el régimen de Ortega prohibió la observación electoral internacional durante las elecciones, así como la visita de periodistas extranjeros.
Los legisladores estadounidenses aprobaron la semana pasada un proyecto de ley en el que se estipulan nuevas sanciones para aumentar la presión sobre el dictador. Mientras tanto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos se ha sumado a la petición que exige la liberación de 14 presos políticos nicaragüenses.
Nicaragua sigue siendo un gran misterio para muchos, incluyendo una buena parte del continente americano que no conoce lo que sucede allí, en ese pequeño y hermético país que forma parte del eje narcocriminal que encabezan Cuba y Venezuela.
Nicaragua puede describirse como una especie de dictadura electoral. Un régimen en el que sólo se permite una postura política. Una sola manera de pensar. Donde no existen el Estado de derecho ni la libertad de expresión. Bajo este sistema, no obstante, cada tanto se juega a las elecciones para construir una fachada democrática sobre un sistema claramente putrefacto y que ha adoptado el modus operandi del más rancio socialismo del siglo XXI.
Lo cierto es que Daniel Ortega tiene un pasado turbio y claras conexiones con el castrochavismo de la región. Castrochavismo del que forma parte y del que aprendió sus principales mecanismos (heredados a su vez de lo que fue la Unión Soviética, modelo que convirtió la isla de Cuba en uno de los satélites soviéticos más longevos del mundo).
Ortega fue uno de los asesinos guerrilleros más conocidos y sanguinarios de toda Nicaragua. Encarcelado en 1967 por robar un banco en la ciudad de Managua (al estilo de Stalin), acabó más de siete años preso en una cárcel para convictos de extrema seguridad después de haber generado una enorme fortuna con coimas, sobornos, narcotráfico (otra consecuencia de la guerra contra las drogas), lavado de dinero y negocios todavía más oscuros.
Este es el historial de la persona que hoy ocupa el poder (absoluto) en Nicaragua. El líder sandinista continua la matanza de nicaragüenses desafectos mientras moldea su perfecta tiranía. Desaparecidos, presos políticos, periodistas asesinados, calles repletas de violencia e inseguridad. Esto es Nicaragua. Esto hace el socialismo.
El periodismo, además, vive uno de los peores y más crueles ataques vividos en ese país. Los periodistas son perseguidos, asesinados y encarcelados. Ser periodista en la Nicaragua de hoy requiere mucho más que coraje.
Ortega, además, criminaliza cualquier protesta en su contra mientras politiza la Justicia del país (otro detalle que sale de la guía de instrucciones de cómo ejercer una dictadura electoralista en América Latina, seguida al pie de la letra).
¿Asombra? Desde la región hispanoamericana podemos decir que no. Hemos convivido con la dictadura cubana, que lleva más de 62 años en el poder, y todavía es poca la gente que se atreve a cuestionarla.
Este es el claro modus operandi del socialismo del siglo XXI. No es un fantasma que ha desaparecido. Es un peligroso aparato narcocriminal que ha tomado la región y que continúa avanzando incluso en países como Chile, Perú o Colombia.