Un vídeo corre por las redes en octubre.
Zaragoza. En el interior de un autobús urbano, varias personas recriminan a un joven que viaje sin mascarilla y le piden que se la ponga. El joven se niega.
Ante esta situación, un inspector de policía de paisano se identifica como tal y le reitera que cumpla la normativa sanitaria y se ponga la mascarilla.
El joven vuelve a negarse y empieza a amenazar y a insultar al agente mientras le graba con el móvil. El policía no se mueve ni le contesta. Los insultos siguen un par de minutos más, pero el policía sigue sin responder. ¿Por qué? Te preguntas.
Pero el estupor se convierte en incredulidad cuando ante la falta de reacción del agente, el joven se abalanza sobre él, lo tira al suelo y empieza a golpearle en el pecho y en la cara sin que el policía se defienda.
El agresor (Bilal M., 29 años, marroquí) se da a la fuga y posteriormente es detenido en Alicante cuando intentaba huir a Milán.
Bien, ya tienen al delincuente. En libertad provisional. Pero siendo eso importante, lo sustancial sigue sin respuesta, ¿por qué el policía no responde ante la agresión?
“Nos encontramos ante tal desamparo que en la mayoría de las ocasiones, como no estamos lo suficientemente protegidos, no sabemos hasta dónde podemos utilizar nuestra fuerza”. Esa es la explicación de Carlos Morales, portavoz del Sindicato Unificado de Policía (SUP) ante un medio de comunicación.
Desamparo de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y desamparo de los ciudadanos que contamos con que la policía está para defendernos de los delincuentes y de los matones que, por motivos políticos o porque les da la gana, se imponen por la fuerza en los espacios públicos, los hacen suyos y agreden o tratan de atemorizar al resto, sintiéndose impunes.
No queremos una policía que se deje pegar. Una policía que no se defienda. Que no nos defienda.
No nos gusta ver cómo lanzan adoquines y piedras o cómo acorralan a los policías mientras estos tratan de detener, sin los medios necesarios, los efectos de una noche tras otra de fuego y furia en Barcelona o donde sea.
No entendemos que se deje inerme la única barrera que se interpone entre los ciudadanos y las bestias que hacen arder nuestras calles o que, en nombre del antifascismo, impiden el inexcusable ejercicio de la libertad de expresión.
Porque sentimos que otro pilar más de nuestra democracia se desmorona. Porque tenemos claro que no hay libertad sin seguridad.
Pero los que pensamos así somos sólo los que creemos que ninguna causa justifica el uso de la violencia, los que no tenemos en agenda quemar contenedores para defender u oponernos a nada, los que cuando nos manifestamos dejamos las calles más limpias que antes de ocuparlas, los que (dado que vivimos en un Estado de derecho) en un policía (nacional, autonómico) o en un guardia civil no vemos a un enemigo, sino a alguien que tiene el deber de protegernos.
Quien está en el Gobierno y sus socios no lo ven así. Supongo que porque están más cómodos agitando la calle que procurando el bienestar de quienes les pagan sus sueldos.
O quizás porque (antidemócratas ellos) ante el cambio de Gobierno que algún día se producirá quieren tener la seguridad de que nada ni nadie impedirá que las calles sean suyas y, desde ahí, ejercer la oposición.
Porque están acostumbrados a imponer sus razones por la fuerza, y por eso la Justicia y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado les molestan.
Así que de ahí la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana. Que de lo que trata es de dejar indefensos a quienes nos protegen. De que dejen de actuar por miedo a perder su carrera, poner en riesgo a su familia e incluso su vida.
Para amordazarnos al resto.
Una última pregunta. ¿Qué hubiese pasado el jueves en la Universidad Autónoma de Barcelona si los Mossos no se hubiesen podido interponer entre los jóvenes de S’ha Acabat y la turba violenta que pretendía boicotear su acto?
Yo se lo diré: les hubiesen linchado. Y no en sentido figurado.