El martes pasado se eligió a Roberta Metsola como presidente del Parlamento Europeo.
Una mujer (joven, políglota, ¿se puede decir guapa o ya es pecado?), la tercera en la historia de la Eurocámara después de veinte años de presidentes hombres. Una buenísima noticia, acorde con el marco mental de la progrez (y del que ya no hay casi nadie que se atreve a disentir, bajo pena de cancelación).
Sin embargo, Roberta Metsola no es perfecta. Le precede una condición gravísima que ya ha sido denunciada por la izquierda y minimizada por los populares como una particularidad maltesa: Roberta Metsola es contraria a que el aborto sea un derecho.
Pero no hay por qué preocuparse. Según algunos medios, la nueva presidente ya ha manifestado que no votará en "asuntos de conciencia". Y ¿cuáles son? El aborto, por supuesto. Súmenle además todos aquellos que la izquierda impone (no hay día sin admonición) y los biempensantes de derechas asumen.
Porque ya saben, la conciencia es algo que debe dejarse en casa o que puede imponerse a destajo, según sea el tema de que se trate. Todo depende del catecismo que se utilice.
Pero la claudicación preventiva de Metsola no ha satisfecho a todos y ha dejado intranquilos a algunos. A Emmanuel Macron, por ejemplo.
Días después de la elección de Metsola, el presidente francés solicitó al Parlamento Europeo de Estrasburgo que el aborto y la protección ambiental sean incorporadas de manera explícita en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
Veinte años después de su proclamación, Macron considera necesaria su actualización y en una cruel paradoja lo hace aludiendo a un derecho que se consagró en esa Carta: el de la abolición de la pena de muerte en toda la Unión Europea.
Porque sí, esa Carta, en su artículo 1, define la dignidad humana como inviolable y dice que debe ser “respetada y protegida”. En su artículo 2 dice que “toda persona tiene derecho a la vida”. Y en el 3, prohíbe las prácticas eugenésicas y en particular las que tienen por finalidad la selección de las personas (por cierto, se prevé que en España, en 2050, ya no nazca un solo niño con síndrome de Down)
Y todo eso no se aprobó en nombre de la Santísima Trinidad o de la Virgen del Buen Consuelo, ni con un rosario en la mano, sino por los mismos motivos por los que (tras siglos de considerarse un derecho) se abolió la esclavitud o, mucho más tarde, la pena de muerte: la defensa de la vida y de la dignidad humana como principios universales.
El derecho a la vida frente al derecho a la muerte (esa obsesión de la izquierda). Y no, no me digan que no se trata de eso.
No me hablen de “conjuntos de células” los mismos que llaman a las mascotas “seres sintientes” y que no dudan en llamar hijos (o hijas, o hijes) a esos conjuntos de células si (como Irene Montero) son ellas las embarazadas. Ni tampoco “cavidad uterina”, como hacen los establecimientos que se lucran con el negocio de la muerte.
Si así fuera, si realmente se lo creyesen, quienes defienden el aborto como un derecho no andarían recurriendo constantemente a eufemismos con los que negar lo que en realidad es un drama.
No perseguirían con tanta saña a quienes entienden el "derecho a decidir" como la posibilidad de dar todas las opciones a quien se enfrenta a un embarazo no deseado en lugar de dar como única alternativa el abortorio.
Tampoco tratarían a las mujeres como menores de edad, hurtándoles la posibilidad de escuchar el latido fetal, de saber en qué consiste realmente un aborto y cuáles van a ser las consecuencias (sobre todo psicológicas) de que se les practique.
Pero sobre todo, que no se llamen feministas. No pueden serlo quienes siguen perpetuando el secular modelo patriarcal según el cual un embarazo no deseado es problema sólo de la mujer embarazada, como lo son también sus consecuencias. Sean cuales sean.
Así que me alegro, sí, de que se haya elegido a una mujer como presidente del Parlamento Europeo. Y me alegro porque, hasta ahora, con su oposición al aborto, ha demostrado ser una mujer verdaderamente feminista.