Avanza la variante sigilosa de ómicron, una más y absolutamente inadecuada en estos tiempos en los que el que no grita no es.
Rusia aparca en la frontera de Ucrania todo lo que tiene al norte de los Urales. Estados Unidos y sus aliados aguantan (por ahora) el envite a pesar de la tremenda tentación de caer en la irrelevancia y pasar pantalla (ya se dijo en el Foro de Davos del año pasado: en breve, Estados Unidos no va a pintar nada en el mundo y el futuro es China. ¿Europa? Un bonito parque temático).
Pero mientras eso ocurre, el pueblo ucraniano aguanta la respiración (la viene aguantando desde 2014, pero agradece que siete u ocho años después el foco de “lo que merece importar” se haya detenido unos instantes en su pequeño país) y se muestra dispuesto a resistir.
La memoria del Holodomor, borrada por mor del negacionismo comunista, en sus mentes (qué se le va a hacer) está bien vivo. Así que no les pidan un revisionismo histórico a la carta. No les vale.
Pero vayamos a lo importante. Cataluña. Sus brujas.
Criticar a tu yo del pasado para creerte una mejor versión de ti mismo. Para sentir ese placer culpable que produce hablar de otros con desprecio, con inquina o simplemente con esa sensación de superioridad del “eso yo nunca lo haría” sabiendo que estás en el lado correcto de la Historia.
Esa satisfacción del santurrón, la confiada complacencia de los beatos woke, la hipócrita estrechez de miras del converso.
Pero imagínese que al que critica es a su yo de hace cuatrocientos años. Al que en línea más o menos recta (sobre todo si es convergente, sobre todo si no se ha contaminado con sangre de fuera) le conduce a usted.
Sí, al que durante tres siglos, en un número no superado por ningún territorio de España (una particularidad regional ¿quizás?), se dedicó a torturar y asesinar a un buen número de mujeres a las que se dio el nombre de brujas. Por miedo, por ignorancia, por forasteras.
Un feminicidio, dicen. Por eso hoy las exculpan e incluso las indultan y pretenden hacerlas visibles en calles y plazas de Cataluña. Qué buenos. Qué justos.
¿Quiénes? Los que ahora, para entretener a una población hastiada y cada vez más pobre, enarbolan la bandera de sus brujas para distraer tiempo y recursos de donde son más necesarios. De donde son imprescindibles.
Pero también para sentirse bien, porque su reino no es de este mundo (pero su estratosférica nómina sí) y porque tanto les da viajar por la geografía imaginaria de C.S. Lewis o J.R.R. Tolkien que por la sangre de Wifredo el Velloso o la gesta de Rafael Casanova, el héroe que nunca fue.
Mucho más cómoda la autocomplacencia del que pretende borrar los pecados del pasado, que la incertidumbre del que tiene que hacer frente a los del presente. Muchísimo menos agotador y de resultado más cierto.
Sin embargo, nunca fue más verdad que, puestos a jugar a rehacer el pasado, los gestores de hoy son probablemente los descendientes directos de los que, cegados por la ignorancia y posiblemente la envidia, primero desconfiaban y después señalaban y acusaban sin motivo a las mujeres que ahora pretenden redimir.
Eran los mismos que gritaban a su paso y las insultaban cuando las conducían a la hoguera, los (y las) que les tiraban basura y jaleaban al que encendía la pira o rodeaba su cuello con la soga de la horca. Esos que se extasiaban ante el espectáculo del cuerpo lamido por las llamas o suspendido en el vacío.
Los mismos. Los que ahora persiguen al que disiente. Los que cercan, agreden o silencian al que pone en riesgo lo que siempre han sido, lo que debe permanecer, su aldea, su raza, su gente, su lengua.
Los mismos.
Hoy redimen a sus antepasados porque quemaban brujas. ¿Quién les redimirá a ellos?