Hubo un tiempo, no hace tanto, en que se asesinaba a alguien, cada pocos días, en España. Se volaban coches con sus dueños dentro. Se acercaban dos tipos por la espalda y disparaban, apuntando a una nuca que alguien les había señalado. A veces no tenían claro de quién era, ni por qué era esa la cabeza sobre la que iban a descargar el cargador. Hubo un tiempo en el que se normalizó el terror en Euskadi de tanto que aparecía.
Desde 1968, año en el que mató al guardia civil José Antonio Pardines, ETA ha cometido 3.000 atentados y ha asesinado a 829 personas. Al mismo tiempo, ha arruinado la vida de miles de familiares de esas y otras víctimas que resultaron heridas, muchas de ellas de forma grave e irreversible.
No es fácil vivir con semejante tragedia encima. Las viudas, las madres, los padres, los hermanos… todos ellos han perdido mucho durante mucho tiempo. Casi todo. Algunos han sido capaces de afrontar esa pérdida y ese dolor mejor que otros. Pero, en cualquier caso, todos ellos han habitado vidas que no eran las que esperaban, ni tampoco las que habían imaginado tiempo antes. Aquel día, el de cada uno de ellos, el rumbo de sus vidas, el ritmo, las expectativas, las posibilidades, la esencia, su techo de felicidad potencial, se transformó para siempre.
Algunos de los culpables (siempre los hay) están en la calle. Otros, cerca de dos centenares, continúan en la cárcel. Al menos algunos de estos tienen que lidiar cada día con lo que les queda de condena y también, como muestra la película Maixabel, con el arrepentimiento por las vidas que destruyeron, incluyendo la propia.
La película de Icíar Bollaín, una de las triunfadoras de esta edición de los premios Goya, no coloca a los dos bandos equidistantes de la virtud ni de la razón porque no lo estaban. Al final, se mire como mire, unos mataban y otros morían. Y eso no hay quien lo cambie.
Pero el guion que conducen Luis Tosar y Blanca Portillo, tan adherido a la realidad, sí otorga cierta humanidad a los asesinos: los miembros del comando Buruntza, como la mayoría de sus compañeros, eran demasiado jóvenes, demasiado inconscientes, demasiado ignorantes. Eso no los justifica ni los libera, pero al menos permite que, quienes más han sufrido el dolor etarra, puedan comprender un poco más qué fue eso que sucedió en todo el país hasta octubre de 2011, cuando la banda anunció “el fin de la actividad armada”.
Con el cese de la violencia no llegó la paz a la vida de Maixabel Lasa, la viuda de Juan María Jáuregui, asesinado en julio de 2000, ni tampoco a la de los familiares de los asesinados. Se puede aprender a vivir con el duelo, pero este siempre está ahí, en el límite de la felicidad. Aunque, lógicamente, la derrota oficial de ETA constituyó una decisión a celebrar. Favorecía el regreso a un lugar casi olvidado, un país donde no se asesina por motivos políticos.
Todos tenemos un papel en la vida, pero formamos parte de una única realidad. La historia mayúscula de Maixabel la escribe el coraje de una mujer que quiso cimentar la obra que sólo pudo dejar a medias su marido. Aquel exgobernador civil de Guipúzcoa que se había opuesto al régimen de Francisco Franco y que había formado parte de ETA antes de incorporarse al PSOE pretendía desplegar puentes, fomentar el entendimiento, incluso hablar con tu asesino. Esto último lo hizo ella por él, y también por sí misma.
Esa es su gran lección. Aunque el odio te invite a ver solamente enemigos, coches bomba y barrotes, nunca renuncies a la hermosa posibilidad de forjar la paz.