Dicen que Casado sigue a la espera de una salida honorable. Pero honorable es todo lo que se hace con honor, sea sepuku o dimisión. Y en este país, en el que no dimite nadie, dimitir es ya y en sí mismo signo de distinción y elegancia, y para estas cosas siempre es un buen momento.
Dándose tiempo, rascando horas y alargando la agonía, Pablo Casado seguía empeñado en controlar cosas que ya no dependían de él. Ya vendrán otros a decir que lo hizo por el bien del partido. Por la unidad. Por la moderación. Por España misma y por la democracia, incluso.
No serán Shakespeare, a lo mejor será Alberto Núñez Feijóo y a lo peor sólo Teodoro García Egea, pero de hecho ya están saliendo muchos de sus enemigos, muchos de los que ayer mismo lo insultaban, a llorarlo compungidos, apenados, tristes de verdad de la buena por la suerte que le espera a nuestro país y a nuestro sistema de libertades. Y cada vez más apagados se van repitiendo, nos van repitiendo, que Casado era en el fondo y a pesar de sus errores y de sus defectos y de su fracaso final, "un hombre de honor".
Pero para que todo esto pasara, Casado tenía que irse. Y tenía que irse porque ya no tenía nada que ofrecer. Casado llegó a la dirección del PP por tres motivos y con dos argumentos. El primer motivo, su juventud. Y tardó poco en dejarse barba para disimularla, y desde entonces ya ha perdido varias elecciones y ha ganado algunas canas. Porque, como decía su fiel escudero Teodoro, en política las cosas van muy rápido.
Casado llegó al poder del PP prometiendo dar la batalla cultural. Como joven liberal en contra de los viejos burócratas del aparato. Y tardó poco en cambiar a Friedrich Hayek por Yuval Noah Harari creyendo que el primero estaba viejuno y que el siglo veintiuno necesitaba de otras lecciones.
En esa convicción, tan profundamente progresista, de que l’air du temps tiene razones que la razón no entiende, no ha entendido que lo que pedían estos tiempos, tan hijos de Vladímir Putin, no eran lecciones morales sino líderes fuertes. Que no queriendo las virtudes de Mariano Rajoy, tampoco ha querido ni ha sabido tener las de Isabel Díaz Ayuso o Santiago Abascal.
En su guerra contra ella ha perdido además, y por mucho que intente disimularlo Teodoro, la carta de la lucha contra la corrupción. Casado ha usado la corrupción como mera excusa para atacar a quien le hacía sombra en el partido, y eso sólo es ejemplar si sale bien y en ciertos países de dudosa calidad democrática.
Lo ha hecho, además, mezclando muertos, pandemias, mascarillas, nepotismo y comisiones, con una demagogia que ni siquiera se ha atrevido a usar contra el Gobierno y que debería avergonzar al más rufián de los adversarios políticos.
A los propios no se los sacrifica así, ni cuando se hace por necesidad ni cuando se hace por conveniencia. Con los propios se lloriquea por la confianza traicionada, se lamenta el daño causado y se presume de tomar decisiones difíciles y muy pero que muy dolorosas tanto a nivel político como personal en nombre de la ejemplaridad y por el bien del partido, del país y de la democracia.
Así se sacrifica a César. Pero Casado se gustó, se recreó en el apuñalamiento cuando no hacía ninguna falta, y en esa crueldad afloraron tanto sus auténticos motivos y preocupaciones, más bien poco honorables, como su auténtica debilidad. Lo demás está de más y supongo que ya es historia.
Se comenta que el único consuelo, quizás la única esperanza, que le queda es que a su caída le siga la imputación de Ayuso. Muy mal tiene que estar la cosa cuando el único consuelo posible es que todo acabe en tragedia. Porque aunque acabe cayendo Ayuso, y torres más altas han caído, Casado ya no tiene nada que ofrecer.
Decía Marco Antonio en el funeral de César que a menudo el mal que hacen los hombres se recuerda siempre y el bien se lo llevan a la tumba. No será el caso. Otros más sabios vendrán a contarnos que Casado se ha apartado en favor de la unidad, la moderación y el consenso porque, convendrán conmigo, Casado es un hombre de honor.