Un día te crees inmune al bicho. Al día siguiente, das positivo. Y una semana después, el PP ha implosionado y Rusia ha invadido Ucrania. Lo segundo lo esperaba. No porque sea una experta en geopolítica, y menos aún en política rusa. De hecho, más allá de Oriente Próximo y de la Unión Europea, prefiero no enredarme en claves sacadas de opiniones ajenas.
Pero había que ser muy naif para imaginar que Vladímir Putin no iba a cumplir sus amenazas. Bastaba con ver la metáfora que escondía el tamaño de sus mesas y leer la diversión en sus ojos ante las advertencias de unas sanciones que a él no le afectan y ante los aterradores alegatos de los deeply concerned.
Para nuestra vergüenza, Putin sabe que, salvo a los ucranianos, no tiene a nadie enfrente. Nadie dispuesto a sacrificar nada por ellos. Ha tenido desde 2014 (incluso antes, si tenemos en cuenta los asesinatos de disidentes en suelo europeo de los que ha salido indemne) para darse cuenta. Sólo cabe preguntarse en qué línea fronteriza dará su apetito por saciado. Por ahora.
Pero lo del PP, eso no lo vi venir.
Poco más de una semana antes, el PP había ganado las elecciones de Castilla y León y había tardado menos de un día en empezar a cometer errores estratégicos. Ya antes había permitido que el PSOE se hiciese dueño del relato. Y, sorprendentemente, lo que había sido una victoria se convertía en una derrota y el PP lo compraba.
Un resultado por debajo de sus expectativas. Como si eso no fuese la especialidad de un Pedro Sánchez que repitió elecciones generales sólo para acabar encamado con lo peor de cada casa. O como si el PSOE no fuese encadenando derrota tras derrota en cada una de las últimas elecciones (a excepción de Cataluña, donde perdió a pesar de haber ganado).
Pero en el PP se ha sido siempre muy de adoptar el relato ajeno y de diseñar la estrategia según el marco que le dibujan la izquierda y sus medios afines.
De ahí esa negativa preventiva a pactar con Vox. Como si tuviese muchas más opciones. Y por eso la estupidez de contribuir a demonizar a quien, visto lo visto, puede ser su único aliado. Porque si el partido al que necesitas es de lo peor políticamente hablando, ¿cómo vas a explicar que acabes pactando con él una y otra vez?
Y en esas estábamos cuando se filtra el espionaje a Isabel Díaz Ayuso, empieza el cruce de acusaciones, de declaraciones y de carpetas, y la amenaza de expedientes de ida y vuelta.
Los fieles a Pablo Casado le muestran su apoyo en redes, una multitud rodea la sede del PP en apoyo de la presidenta madrileña y de un día para otro las adhesiones mutan en deserciones (por el bien del partido, por supuesto). Primero con cuentagotas y, luego, en masa (en masa cobarde, se entiende). Las miradas se dirigen hacia Alberto Núñez Feijóo, que esta vez sí podría entrar en la última planta de Génova 13 por aclamación y sin necesidad de molestas primarias.
Y, de pronto, donde antes había un secretario general todopoderoso, ahora hay un dimitido. Y donde había un puente de mando, la unanimidad de un congreso extraordinario sí o sí y un presidente enrocado. Todo en una semana. Sorprendente.
Y yo me pregunto dónde estaban esos que ahora tienen tan claro que Pablo Casado no podía ser presidente ni un día más cuando iba encadenando un error tras otro y sus continuos cambios de criterio sumían a sus votantes en la perplejidad.
Cuando las campañas electorales se convertían en una cosa errática y, en las listas, los fichajes estelares precipitaban los resultados electorales al fracaso.
Cuando dinamitó los puentes con Santiago Abascal acusándole de pisotear la sangre de las víctimas en lugar de limitarse a abstenerse en la moción de censura.
Sobre todo, cuando se empeñó en un enfrentamiento absurdo y cainita con el mejor activo electoral del partido a pesar de la constante pérdida de votos, en lugar de tener la inteligencia de convertir sus logros en algo propio.
Cuando en cada trabajo de fontanería de Teodoro García Egea había alguien que salía perjudicado a costa de que otro saliese aupado.
Pero es que hay gente (particularmente en los partidos políticos) que cree que la dignidad consiste en hablar sólo cuando el muerto está bien muerto. Hasta entonces, callados como puertas, no vaya a ser que algo (el puesto, la nómina) se pierda.
En esta semana de Covid en la que Rusia ha invadido Ucrania y el PP ha implosionado, lo más destacable, sin duda, ha sido la cobardía.