Cuando el desmelenado empleado de la oficina de patentes de Zúrich Albert Einstein relacionó la masa con la energía en aquella sencilla ecuación que lo inmortalizó (E=mc2), probablemente no sabía que estaba sentando las bases teóricas para extraer del núcleo atómico una poderosa fuente de energía.
O quizá sí. Pero casi seguro que Einstein no vio en aquel acto intelectual la futura creación de una bomba atómica capaz de pulverizar a todo ser vivo e impregnar de radiación durante siglos el lugar de la explosión.
La Segunda Guerra Mundial acabó con una demostración de superioridad de los ejércitos aliados. En especial de Estados Unidos, cuando hizo estallar dos artefactos con carga mortal sobre suelo japonés.
Aquello supuso el fin de la carrera por llevar las fórmulas generadas por científicos desde la pizarra hasta el laboratorio, y desde este a los elementos ingenieriles necesarios para fabricar la Little Boy y la Fat Man. Así fueron bautizadas las bombas que, cargadas con Uranio-235 y Plutonio-239 respectivamente, destrozaron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki aquel agosto de 1945.
La historia del desvarío nuclear no terminó ahí. La escalada armamentística se volvió una prioridad para las grandes potencias bajo la máxima de sólo me respetarán si tengo las mismas armas que ellos, o superiores.
Pero ¿qué hay detrás de todo esto? La respuesta es mucha ciencia. La primera mitad del siglo XX fue un hervidero para la física teórica. Einstein postuló sus dos teorías de la relatividad, la especial y la general. Los genios de la física cuántica se adentraron en un universo poco intuitivo para describir los ladrillos de la existencia. El matrimonio Curie puso nombre a la radiactividad.
Y así un larguísimo etcétera que se gestó sin la complicidad de quienes gobernaban, como casi siempre ocurre.
Entonces llegó la locura populista, siempre mala con independencia de su color. La amenaza del fascismo se cernió sobre Europa y comenzó a extenderse por todo el globo. Los gobiernos buscaron con desesperación la ayuda de aquellos excéntricos empeñados en arrancar secretos a la naturaleza. Los mismos que, hasta ese momento, sólo eran vistos como gastos y lujos prescindibles.
¿Te recuerda en algo esto a la pandemia de Covid-19?
Con el objetivo de eliminar el peligro, muchos científicos fueron contratados en secreto por las altas esferas para gestar ese algo que pudiera detener al contrario.
La belleza de aquellas fórmulas salidas de los más excelsos ingenios fue tomando forma de horror. La temida cara B de la ciencia devino protagonista en proyectos como el que dio luz a Little Boy y Fat Man, el proyecto Manhattan.
El resto es pan conocido.
Varios han sido los momentos en que la humanidad se ha visto en la orilla del abismo por el posible uso de armas nucleares. Pero por muchas razones, siempre he tenido presente la gran crisis de los misiles que vivió la humanidad en los prolegómenos de los años 60.
La entonces Unión Soviética instaló armamento nuclear en mi isla metafórica (así llamo a Cuba) y los Estados Unidos entendieron la acción como una declaración de guerra. Fueron días de inmensa tensión, momentos en que nuestra supervivencia pendió del fino hilo que tan fácilmente se rompe cuando perdemos la perspectiva de la razón.
Lo peor es que seguimos sin aprender la lección. Hoy, el mundo vuelve al escenario de la devastación y la capacidad de ofensiva nuclear rusa provee de fuerza a un narcisista capaz de cualquier cosa.
Muchos son los escenarios y todos son fatídicos. Un ataque y una respuesta con armas atómicas matarían en cuestión de minutos a noventa millones de personas. Un bombardeo sobre centrales nucleares destaparía la caja de Pandora, esta vez llena de radiactividad. El corte de electricidad debido a los ataques a los proveedores pondría en peligro el enfriamiento de las centrales y los escapes radiactivos serían una invisible realidad.
En palabras de un amigo, "el riesgo de un conflicto nuclear ha llegado a su máximo nivel". Hablo de Carlos Umaña, miembro de la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares y Premio Nobel de la Paz en 2017.
A Carlos lo conocí hace unos años en un evento en que compartimos mesa de debate. Le agradezco todos los conocimientos que me ha transmitido. Mi acercamiento al tema siempre tuvo el ángulo científico que me daba mi formación como físico nuclear, pero a veces pasaba por alto el peligro de la cara B.
Estos días, Umaña está especialmente preocupado. Vladímir Putin ha utilizado bombas de racimo prohibidas. También ha atacado una central nuclear. Y perfectamente podría ejecutar su amenaza nuclear.
Sabemos, además, que la situación actual aumenta el riesgo de malas interpretaciones. Porque los sistemas de alarma conectados a los arsenales nucleares son los que reconocen la potencialidad de una agresión y los que, en cuestión de segundos, deciden la respuesta.
Estos sistemas han confundido en más de una ocasión eventos totalmente inofensivos con posibles ataques, lo que ha hecho que la humanidad haya estado, sin saberlo, al filo del precipicio.
En los convulsos momentos actuales, cualquier cosa puede ocurrir. Son tiempos tristes. La cara B de la ciencia ha aflorado. Sólo resta llamar la atención ciudadana sobre los responsables del despropósito. Yo quiero seguir escudriñando los secretos de la existencia para el bien de la humanidad. No elijamos a gobernantes que le den un mal uso a la ciencia.