Si a Vladímir Putin le gusta tanto amenazarnos con una guerra, incluso mundial, incluso nuclear, es un poco por aquello de Montaigne y su amigote: porque él es él y porque nosotros somos nosotros.
Nosotros somos gente a quien es fácil acojonar con una guerra. Somos la encarnación de aquel último hombre del que hablaba Nietzsche, que valora la comodidad por encima de todas las cosas, que pervierte y rebaja el valor y el sentido de sus palabras más graves para no asustarse demasiado, que toma una pastillita antes de ir a la cama para dormir tranquilo, y que se concibe a sí mismo, por la cuenta que le trae, como epígono de la historia, sin nada grande que hacer ni construir.
Putin, en cambio, es un dictador ruso. Y eso, según cuentan, parecen ser dos cosas muy bestias. Esa es al menos la impresión que dejan unas lecturas seguro que un poco superficiales de Dostoievski, Tolstoi y demás. Y más todavía esas rusas de Killing Eve, o ese mundo loco y violento de The Great (huzzah! por la serie, por cierto), o esa escena tan magnífica de El ala oeste de la Casa Blanca, cuando el presidente Bartlet le pregunta a la embajadora rusa de dónde sacan the nerve ("el morro") y ella responde: "De un largo y frío invierno".
Porque todos los inviernos tienen que ser largos y fríos en Rusia, toda su historia parece no ser más que un largo y frío invierno, y no parece raro por tanto que en semejante ambientazo la gente se dedique a domesticar osos, beber hasta desmayarse o morir, o dedicarse a hacer el comunismo, y se vuelva, en general, un poco nihilista y un poco bestia.
Y no será casualidad que mientras estos días vemos a tanta gente recordar sus viajes por Ucrania y sus gentes y sus paisajes para sorprenderse de que ahora puedan estar en guerra, no veamos a nadie hacer lo mismo con sus visitas a Moscú o con sus encuentros con algunos rusos para insistir, incrédulos, en que es imposible que esa gente esté ahora invadiendo un país vecino y en guerra contra Occidente entero. Por algo será.
Quizá sólo sea por nuestros prejuicios, pero con los prejuicios nos basta a nosotros para tener miedo y a Putin para ser creíble en sus amenazas.
Y ni siquiera sabemos si está loco. Con Donald Trump lo supimos enseguida. En cuanto dijo que quería presentarse a las elecciones ya llamábamos a psiquiatras para diagnosticarlo y para ir preparando el impeachment. Pero con Putin nos pasa un poco como a Mecano con Salvador Dalí, que no sabemos dónde acaba el genio y dónde empieza el loco. Y bien podría ser que, como también pasaba con Dalí, la única diferencia entre Putin y un loco es que Putin no está loco. Que Putin entiende muy bien, y diría yo que mucho mejor que nosotros y nuestros líderes, algunas cosas que son fundamentales.
Que entiende bien lo que dice de Francia y de Europa y de sus jóvenes líderes socioliberales, feministas y ecofriendly que Emmanuel Macron se promocione un día llorando por Ucrania y a la mañana siguiente disfrazado de Volodymyr Zelenski, en chándal y sin afeitar.
Sabe bien lo que valen estas imágenes y lo que valen nuestras palabras y que su delirante discurso sobre desnazificar Ucrania sólo es un poco menos delirante, pero mucho más coherente, que el de nuestras élites llamando a resistir al retorno de la extrema derecha y el retroceso de Europa a los años treinta.
También él habrá visto en qué queda la extrema derecha cuando llega la hora de la verdad. Cómo nuestros malotes, fascinados por aquello que Christopher Hitchens llamaba la pornografía del poder y que tan bien encarna Putin, se ven poca cosa y tan impotentes cuando se encuentran finalmente ante la cosa en sí.
También Putin se habrá reído al ver cómo ese Matteo Salvini que antes lo idolatraba en camiseta se le presenta ahora en la frontera como si fuese a la guerra, dispuesto a matarlo con sus propias manos, para acabar ridiculizado por los que pretendía los suyos. Porque el pasado siempre vuelve. Y para nosotros ya sólo vuelve como un fantasma, como una amenaza.
No nos hemos cansado de oír y de repetir que el pasado es la guerra. Que hay que evitar por todos los medios repetir los errores del pasado, y demás. Pues bien, para Putin y para Rusia parece que el pasado luce más glorioso que para nosotros. Y si se le da a elegir entre la gloria de las batallas pasadas o la triste decadencia de la Rusia del presente, Putin no es el único que se mostraría dispuesto a coger las armas.
Quizá sea la condena del alma rusa, qué sé yo. Quizá estén todos locos, estos rusos. Pero tal vez no se trate de que Putin esté loco, sino simplemente de que es un dictador. Y que la lógica del dictador, del más triste y el más solitario de los hombres, es la de ganar el poder por la fuerza, y mantenerlo por la fuerza, y aumentarlo por la fuerza, y, si Dios quiere, perderlo también por la fuerza.
Para nosotros, la guerra es historia, videojuego o simplemente un mal negocio. Para Putin y los suyos, para los oligarcas tanto como para los protagonistas de nuestros cuentos y películas, la guerra es la fuente de todo su poder y toda su riqueza. El único modo de sobrevivir y el único camino hacia la gloria.
Putin no necesita estar loco. Le basta con que lo estemos nosotros. Y si nos amenaza es porque somos fáciles de asustar. Porque hemos crecido convencidos de que una guerra es una derrota. Que con la violencia sólo se pierde. Y él sabe, en cambio, que en una guerra tiene mucho que ganar.