Ni las películas de guerra más escabrosas producen tantos escalofríos como las escenas que diariamente nos sirve Vladímir Putin en bandeja. Hablo por mí. He sido consumidora de películas de guerra por influencia de mis hermanos, que de pequeños siempre tenían entre manos un cuento de Hazañas bélicas.
A los chicos de entonces les gustaban las historietas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial. Yo leí alguna cuando no tenía otra cosa que hacer. Eran entretenidas. Todavía recuerdo algunos títulos, como La batalla de Montecasino, en torno a un monasterio benedictino que fue destruido por los aviones aliados.
Mientras los chicos consumían batallitas, las chicas leíamos cuentos de amor que intercambiábamos con las amigas. Todo hay que decirlo: según fui cumpliendo años abandoné el amor y volví a la guerra, sobre todo a la guerra de Vietnam y a la memoria de mis películas favoritas. El cazador, Apocalypse Now, Nacido el 4 de julio, El año que vivimos peligrosamente. El cine y la tele le pisan los talones a la vida y a la muerte.
Tiempo después, la salvaje brutalidad de Putin supera con creces la de los directores de cine más sangrientos: Michael Cimino, Francis Ford Coppola, Oliver Stone, Peter Weir. Pero todas las guerras son comparables en dolor, hambre, frío y desolación.
Ahí está la última que contemplan nuestros ojos a la hora del telediario. ¿Es posible ver más niños tristes por metro cuadrado? ¿Es posible conmoverse con más ancianos, más embarazadas, más muertos desparramados en la calle? ¿Es posible mayor coraje de los jóvenes ante la embestida de los tanques y más tristeza en las miradas vacías de los viejos?
En Vietnam, el hambre y el frío eran más llevaderos. Yo no recuerdo mis lágrimas, si es que las hubo. En cambio, ahora tengo que hacer ejercicios de contención para no romperme. En Ucrania la guerra te sorprende en los detalles televisados. Los edificios bombardeados, camino de convertirse en esqueletos. Las maletas abiertas, con las tripas fuera. Las sirenas de medianoche y los peluches de los niños, siempre los niños esperando respuestas a la ingenua lucidez de sus preguntas. ¡Maldito seas, Putin!