Es increíble cuánto ahínco ponemos en elegir bien a los amores de nuestro presente y qué poco pensamos en qué tal los dejaremos de amar en un futuro. Cómo será olvidarlos, odiarlos un rato, ignorarlos, superarlos, domesticarlos en nuestro recuerdo. Cada ex es un cadáver que cargamos sobre nuestros hombros, un esqueleto de expectativas abortadas.
Claro que cuando conocemos a alguien amasamos esperanzas y alegrías y no queremos hacernos spoiler, pero sería útil calibrar qué tipo de futuro exnovio será. Con toda previsión, la mayoría de parejas de un ser humano entran y salen de su vida. A veces, de hecho, es como si jamás hubieran pasado por ella.
Por eso me conmueve profundamente la relación tan maravillosa y extravagante de Bruce Willis y Demi Moore. Tan cómplice, tan amistosa, tan exenta de rencor. Cuando se conocieron, se fascinaron. Diría Cortázar que ese encuentro fue uno de esos rayos que te dejan estaqueado en mitad del patio.
A los cuatro meses se estaban casando, locos perdidos, histriónicos, exagerados (me pregunto si el amor puede ser otra cosa que no sea exageración). Se lo entregaron todo. Se vaciaron. Tuvieron hijos, se miraron largo rato en los rincones de la casa. Sospecharon el uno del otro. Proyectaron en el de enfrente los pánicos, los complejos, los desequilibrios.
Contaban los mentideros que Bruce Willis tenía más peligro que una caja de dinamita. Que el chico era un poco perla. Que no se le podía abandonar a su suerte en un rodaje sin que se acabase acostando con la joven actriz de turno que tuviese el azar de acompañarle en el filme. Que se arrepentía de haberse dejado llevar por el subidón de conocer a Demi, que en realidad nunca creyó en el compromiso ni estaba dispuesto a ofrecer garantías. Que su boda fue más bien una fiesta: divertida, pasional, pero no vinculante.
Tampoco es que ella fuera un dulce. Padecía adicciones, inestabilidades, sufrimientos varios. Fueron dos fuerzas de la naturaleza chocando hasta que se decidieron a ser honestos con su propio relato y lo rompieron. Bien. No perdamos ni un minuto más de nuestra vida.
Pero lo excepcional, lo conmovedor, lo radicalmente transgresor es cómo han conseguido respetarse después de dejar de adorarse. Cómo han sabido acompañarse tras dejar de desearse. Cómo han honrado a su familia creada, cómo han bendecido a sus hijos con su amistad de hierro. Con su forma de cogerse la mano cuando todo se va al carajo, a pesar de las miradas frívolas de la grada.
Admiro a la gente que está en paz con su pasado. Admiro a los que saben incorporarlo a su presente sin dejar que les ralentice ni les acobarde. Me llena de ternura ver las fotos de Demi y Bruce en el confinamiento, tan caseros, tan sencillos y alegres, vistiendo con sus chavales el mismo pijama y esforzándose en seguir siendo un clan fastuoso, hermoso, envidiable. Es tan extraño y puro. Desconcierta.
Me descacharró que fuese ella quien diese al mundo la noticia de la enfermedad de Willis, como una compañera insobornable.
Cuántas cosas no habrán tragado el uno del otro hasta llegar a este punto. A esta divina calma, a esta era del no reproche. Me resulta tan encomiable y felizmente pegajoso, tan misteriosamente pacífico. Sólo se podrá hacer una vez en la vida, quizá ninguna: eso de vivir y morir cerca del que fuera el amor de nuestra vida, renqueante, imperfecto, eterno. Eso de cuidarlo para siempre. Eso de ser Demi y Bruce.