No podía ser de otra manera. Si el mundo entero se divide, al calor de una nueva guerra en suelo europeo, en dos bandos irreconciliables, cómo podríamos los españoles sustraernos al fenómeno. Nuestra historia lo certifica: aliadófilos y germanófilos hubo en las dos guerras europeas y mundiales del siglo pasado, y en esta ocasión, aunque estemos implicados y formemos parte del bloque que sostiene a uno de los contendientes, cómo no íbamos a reproducir nuestra tendencia innata y ancestral.
Quizá por esta última circunstancia tenga más mérito, al menos a ojos de algunos, alinearse con la potencia agresora a la que nuestro país, como miembro consecuente de la OTAN y la UE, ha decidido salirle al paso. Esta rusofilia de nuestros días se configura de manera anómala y llamativa. A Vladímir Putin, el zar actual de todas las Rusias, lo ponderaron y ahora disculpan herederos de la vieja izquierda y la vieja derecha travestida en populismo inflamado. Para unos tiene su pasado como agente del KGB y la estrella roja que aún corona los pináculos del Kremlin. Para los otros, su nacionalismo viril, homofóbico y tradicionalista.
Lo curioso es que nadie se pregunte por la anomalía que supone buscarle motivos y justificaciones al mismo tipo al que se las buscan tus más acérrimos enemigos ideológicos. Y más curioso aún es que nadie, en ese enjambre de tuiteros de varios colores que sistemáticamente dan pábulo a la desinformación putiniana, dude de prestar oído siquiera a los mensajes de una organización criminal que acumula yates obscenos, palacios horteras y cuentas bancarias opacas en paraísos fiscales.
No alcanza este observador a ver qué tiene eso que ver con las esencias de una patria o la defensa de la famélica legión.
Hay una versión de la rusofilia militante que con el paso de los días se va tornando cada vez más chiripitifláutica. Es esa que poco menos viene a decir que los ucranianos deberían resignarse a su destino natural de súbditos de Rusia, lo que es tanto tomo decir de Vladímir y su banda. Que la raíz de todos los males está en no haber querido aceptar ese destino y aspirar a ser parte de la muelle, corrompida y epicúrea Europa. Dejando al margen la querencia notoria que tienen los oligarcas y burócratas de esa Rusia exenta de pecado por los vicios de Occidente, pasma que algo así lo tuitee con su iPhone alguien que disfruta de ellos.
Los ucranianos, y no uno ni dos, han manifestado alto y claro que no quieren ser satélites de esa Rusia. Ítem más, han tomado las armas y se han negado a someterse arriesgando en el envite sus vidas y sus haciendas. Y viendo cómo Rusia se vacía de cuanta gente libre de pensamiento le quedaba y se convierte en un tétrico campo de prisioneros, se comprende su combate. Incluso el español tipo de hoy, alérgico al riesgo, lo entiende.
Por eso quienes en otros momentos contemporizaron con Putin y quienes llaman hoy a manifestarse contra la OTAN (con lo que por la puerta de atrás apoyan a Rusia) callan y aplauden a Volodímir Zelenski cuando interviene ante el Congreso. Y a los que no lo hacen, entre nosotros los dirigentes de esa CUP que impidió la declaración institucional en apoyo de Ucrania, les escuece sin duda ver que hay en Europa un pueblo con la convicción de ser y de sacrificarse por conseguirlo que ellos nunca tuvieron.
Ahora bien, constatado lo anterior, no es menos pertinente señalar, en Europa y en España, el crecimiento de una rusofobia que no es más edificante y puede conducir a tristes desatinos. No es de recibo condenar la masacre de Bucha (que sólo un necio con ganas de creer las trolas del Kremlin puede negar) y enmudecer ante las ejecuciones de soldados rusos prisioneros. La guerra no puede ser pretexto para validar ninguna barbarie. Y odiar a todo un pueblo es la más colosal de las estupideces.