Culpo al caso Cursach de que ninguna de las más recientes series de corrupción, polis, crímenes y malotes cumpla mis expectativas. Todo parece poco a su lado. No entiendo que este caso no ocupe más páginas a nivel nacional, que no ande todo el mundo pendiente de la trama, que no se publiquen esquemitas e infografías para no perdernos, que no se esté escribiendo ya un guion para una peli.
Hasta David Simon, el creador de The Wire, comentaba en Twitter hace unos años la detención del empresario mallorquín Bartolomé Cursach, comparando Mallorca con Baltimore "pero sin las playas ni los paisajes" y preguntando si era seguro venir a la isla.
El caso Cursach lo tiene todo. No es que yo me entusiasme con cualquier cosa (que también): tramas de corrupción política, jurídica y policial; cohecho; extorsión; amenazas; blanqueo; homicidio; corrupción de menores; tráfico de drogas; tenencia ilícita de armas; agresiones a testigos protegidos… The Wire 2, bien lo sabe Simon, podría haberse rodado en Baleares, ser un docureality y conseguir que Baltimore parezca más aburrido que Benidorm en temporada baja un domingo por la tarde.
En uno de los capítulos de la serie en horario de máxima audiencia que podría ser el caso Cursach y que no es (pero será, cruzo los dedos), la policía incautaba por orden judicial los teléfonos y ordenadores de dos periodistas y rastreaba sus llamadas para investigar ciertas informaciones que se estaban publicando sobre el caso.
Ignoraba con esta orden el magistrado el derecho de todo profesional de la información a proteger sus fuentes y no desvelarlas, atentando contra el derecho a la libre información de todos nosotros. El juez fue acusado de un delito de prevaricación, contra la inviolabilidad del domicilio, contra el derecho a la intimidad, de interceptación ilegal de comunicaciones y contra el derecho al secreto profesional. Ahí es nada.
Finalmente, fue absuelto, ya jubilado, en 2020. Que su proceder era "injusto", pero no "delictivo", le dijeron. Como quien le afea a un niño sacarse un moco en público.
Sin embargo, y por fin, el Tribunal Constitucional ampara a los dos periodistas, que habían presentado recurso por no ser admitida su personación en la causa en la que se investigaba la filtración por la que se intervinieron sus comunicaciones. Es esta una buena noticia y me parece importante señalarla, aunque sea de esas que pasan desapercibidas, quizá por la página en la que aparecen y lo farragoso del lenguaje utilizado. Y porque no viene con resumen del caso Cursach, que, insisto, es un peliculón.
Can I just come to Mallorca?
— David Simon (@AoDespair) March 7, 2017
Aunque es indiscutible la importancia de garantizar el secreto profesional de los periodistas, es necesario recordarlo hoy en día, cuando se ven amenazadas algunas de nuestras libertades. La mayoría de las veces, y curiosamente, por nuestro propio bien. Nos dicen.
La protección de las fuentes es imprescindible para que nadie pueda sentirse amenazado ni disuadido a la hora de facilitar al periodista informaciones relevantes y valiosas que este pueda, y deba, trasladar al público con rigor y garantías. Porque esa libertad, la de informar y la de ser informado, es uno de nuestros derechos fundamentales como sociedad y una de las piedras angulares (como odio las expresiones hechas) de cualquier democracia.
Por eso esta noticia, pequeña y humilde, atropellada por la exuberante actualidad de guerras y pandemias (que siempre es más vistoso), es una buena excusa para recordarlo y celebrarlo.
El macrojuicio por el caso Cursach, por cierto, se inicia en junio en Palma y se prevé que se alargue hasta enero de 2023. Yo lo espero como solo he esperado el último episodio de Perdidos o la segunda temporada de True Detective (que qué decepción, por cierto). Y la llamada de algún ex, lo confieso. Luego no me vengan con que no aviso.