Con la lluvia de siempre, pero sin las prohibiciones de los últimos dos años, esta semana ha vuelto a ser santa para regocijo de creyentes y seguidores de tradiciones. Las calles de muchas ciudades se llenan de procesiones. El aire trasmite sentidas saetas que provocan lágrimas tanto en devotos como en personas sin credo católico que se emocionan ante un acto de fe.
Desde mi ya conocido ateísmo quiero hacer un alto en la divulgación científica de cada sábado y hacerte una confesión. Mas eso será adelante. Primero me gustaría centrarme en esa eterna disyuntiva que tantas discusiones me ha ocasionado: ciencia versus religión.
Reconozco que en el pasado cercano he sido un febril defensor de la ciencia como única vía para explicarnos el universo y las relaciones sociales. Más de una vez le justifiqué a mi suegra de entonces el ateísmo con la simple sentencia: "No necesitamos a un dios para estar acompañados, entender el universo, ni vivir".
No tengo que decirte que estas aseveraciones tajantes me han granjeado varios malentendidos y alguna que otra descalificación. Mas mi consciencia se lustra con el hecho de haber leído no una, sino varias veces el sagrado libro que muchos mencionan, pero pocos han estudiado en profundidad: la Biblia.
Desde niño me intrigó el hecho de que varias generaciones tuvieran por guía espiritual un texto escrito hace un par de milenios. Ya en mi juventud universitaria y con la organización mental que me caracteriza, busqué en mis repetidas lecturas de la Biblia un mensaje para el pichón de científico que en aquel momento era.
Escudriñé cada arista del Antiguo Testamento para encontrar alguna clave; me hubiese conformado con un "la vida son dos serpientes que se retuercen entre sí" o "no podrás competir con un rayo". La primera dando a entender que la existencia conocida tiene su base en dos hebras de ADN que se entrelazan, mientras que la segunda se referiría a la imposibilidad física de superar la velocidad de la luz. Mas no fue posible, no encontré ningún mensaje claro para mí.
En algún momento tuve como proyecto retomar mi pesquisa usando una versión en hebreo o quizá en latín del sagrado texto. Ya sabemos que las traducciones suelen ser versiones libres y las sutilezas se pierden en el camino. Al final desistí. Con los años me fui rodeando de colegas científicos donde predominaba el ateísmo o cómo mucho la simpatía con un sentimiento agnóstico.
Sin embargo, cuando me salía del club la diversidad se expandía y las discusiones desde puntos de vista divergentes se fomentaban. Según algunas estadísticas que habría que tomar con precaución, el 83% de la población declara creer en algún dios, el 12% supone la existencia de un gran poder, aunque no se lo asigna a una deidad y tan sólo el 4% dice ser ateo.
Estas cifras cambian drásticamente cuando vamos a la comunidad científica, en este caso el 33% dice reconocer la existencia de un dios frente a un 41% que niega cualquier tipo gran poder. Es curioso que el sentimiento religioso va disminuyendo con la edad entre los científicos, rozando el 50% de ateísmo puro en mayores de 65 años.
Sin estadísticas disponibles para sentar cátedra, me aventuro a decir que justo lo contrario ocurre en la población general. Dejando los números a un lado, vayamos a las preguntas esenciales, esas que nos planteamos cuando estudiamos filosofía.
¿Qué haría un dios para recordar su existencia a su creación? Este cuestionamiento me ha perseguido toda mi vida. Poco a poco y luego de mucho pensar, llegué a la conclusión de que, de ser Dios, dejaría mi impronta en lo ínfimo y lo enorme. Mi firma saltaría a la vista de quien no me busca, pero intenta revelar los secretos de la naturaleza.
Ahora es cuando viene mi confesión de Semana Santa, la duda que hace tambalear mi ateísmo casi furibundo. Esa vacilación en mis principios tiene forma de número, un número irracional: te hablo de pi. El archiconocido se define como la razón entre la longitud y el diámetro de una circunferencia.
Pero sabemos que es mucho más que eso. Este número infinito aparece en las relaciones matemáticas que describen procesos del mundo cuántico y también en las proporciones astronómicas. En otras palabras, es una impronta en lo ínfimo y lo enorme.
Por citar, el período de oscilación de un péndulo es dos veces pi; cuando estudiamos la probabilidad de ocurrencia de un evento y establecemos una función para describirla sale el número pi; en las llamadas series infinitas, pi es protagonista… y así un largo y abultado etcétera.
Confieso que aquí las dudas me embisten, arremeten contra la línea de flotación del buque que alberga mis principios. Luego analizo y busco el razonamiento que intenta explicar la sinrazón, aunque debo admitir que otros científicos han tenido un proceso similar. He aquí mi regalo por Semana Santa: un titubeo que encuentra su lugar en el centro del raciocinio. No todo es blanco y negro, existen los tonos grises y somos más sabios cuando cuestionamos las bases, siempre desde la lógica.
¿Y la controversia ciencia versus religión?, te preguntarás. No hay controversia posible, la una sigue un método, en permanente renovación, para buscar hipótesis que se conviertan en teorías que logren explicar un fenómeno. La otra es un credo personal que no tiene discusión.