Corren malos tiempos para los republicanos. Para algunos, como los partidarios de esa inexistencia aparatosa denominada República Catalana, pésimos. Lo único que les faltaba era que el primo de Zumosol al que recurrió su atolondrado Moisés para cruzar el mar Rojo, Vladímir Putin, creciera masacre a masacre como el más cualificado émulo de Adolf Hitler y que un equipo alemán cualquiera eliminara al Barça de un torneo de segunda, en un Camp Nou atestado de aficionados teutónicos gracias a la reventa masiva de los socios huidos al Pirineo o Cadaqués.
Sin embargo, no nos van mejor las cosas a los republicanos españoles, que en estos días conmemoramos, como se merece, la proclamación de la República de 1931. Un régimen que llegó auspiciado por el compromiso cívico y solidario de españoles de todas las ideologías (izquierdistas como Manuel Azaña y conservadores como Miguel Maura) frente a la corrupción y la ineptitud de una monarquía que sacrificó por miles a sus ciudadanos en los barrancos del Rif para luego apilarlos en tumbas sin nombre.
Merece conmemoración aquella República porque en lugar de darse a los excesos (aunque no pudiera contenerlos, por el empuje de los enemigos que tenía a diestra y siniestra) se puso como primera tarea aprobar una Constitución digna y moderna, la de 1931, que recogía lo mejor de la tradición constitucional española (emancipadora y liberal) y trataba de proyectarla al futuro.
Y este empeño terminaría fructificando, pese al fracaso en que finalmente paró la República misma. Para quienes no lo sepan, ese texto constitucional, junto a la Ley de Bonn, la ley fundamental de la República Federal de Alemania, fue la inspiración principal de los redactores de la vigente Constitución de 1978.
Las razones que tenemos hoy para experimentar desazón los republicanos españoles provienen, justamente, de lo poco y lo mal que reivindican ese espíritu republicano de 1931 muchos de los que enarbolan la bandera tricolor.
Lejos de la "república de trabajadores de toda clase" que proclamaba en su artículo 1 aquella Constitución, con afán integrador y reconciliador, se dan a una visión cainita de la sociedad española, en la que parece que no se contempla otra posibilidad que el aplastamiento y la exclusión de quienes no piensan como ellos.
Lejos de entender España como un conjunto de comunidades solidarias, que sin dejar de reconocerse sus peculiaridades culturales y políticas se aglutinan en torno a un proyecto común, contemporizan con particularismos mezquinos, disgregadores y estrafalarios.
El resultado bien a la vista está. Entre otras consecuencias desastrosas, han contribuido a generar y robustecer un partido igualmente intransigente en el extremo derecho del arco político, que se está comiendo por los pies al conservadurismo moderado y lo arrastra a suscribir o tolerar agendas retrógradas.
La brecha que esa reacción provoca en la sociedad española, entre otros efectos, vuelve impracticable el consenso en torno a los valores republicanos de libertad, igualdad, fraternidad y justicia, ya sea en una república formalmente proclamada o en una monarquía constitucional reformada que lo venga a ser en la práctica.
Los republicanos que a la vez seguimos a Robe Iniesta nos consolamos perseverando en el camino de las utopías y creyendo que sólo del tiempo perdido en causas perdidas nunca se arrepiente uno.
Nos gustaría vivir en una República Española (o mejor, Ibérica) donde se respetaran la libertad y la dignidad de todos, en la que nadie fuera más que otro y en la que el heredero de la dinastía borbónica tuviera los mismos derechos que cualquier otro ciudadano, incluido el de presentarse a las elecciones (y ganarlas, si saca mayoría). Tal como vamos, nos tememos que moriremos sin verla. Y sin dejar de anhelarla, a mucha honra.