Cuando tengo el día cruzado y me vienen los malos vahídos, me acuerdo del glorioso momento en el que Carlos Herrera subió a Twitter la foto de una virgen en procesión y un notas le contestó: "¿Qué, ya estamos paseando muñecos?”, a lo que él sentenció: "Paseando a tu puta madre". Seguro como la muerte: ya no se me quita la sonrisa de la cara.
A esa frase me aferro en las tardes aciagas y siento de nuevo que la alegría es posible. Se me pone cuerpecillo de viernes, me imprime de golpe un ánimo bélico y juguetón, desafiante y fresco, pizpireto y tabernero. Nada como un poco de matonismo para tumbar a los que quieren negarnos el misterio de las cosas.
No soy una entendida de los tronos de mi Málaga, sólo una caminante consciente y de ojos abiertos por los barrios del centro. A mí con las procesiones me pasa como con algunos hombres: me gusta más rodearlos que tenerlos. Prefiero olerlos de lejos y escuchar sus tambores (sordos como promesas) que salir a su encuentro.
Forma parte del juego que nos topemos sin planearlo a alguna hora larga de la noche, sin persecuciones ni citas sobadas. Ahí me deslumbra por entero su belleza grave y tensa, solemne en la era del botox y el selfie sacando la lengua. Ahí las velas son de verdad sacras. Ahí se reinicia el mundo y sus ficciones emblemáticas, su poderoso fervor, su romanticismo. Entonces guardo silencio y entro en otro estadio sin moverme de la baldosa.
Como toda niñata progre, hubo un momento de mi adolescencia rebelde en el que renegué de la Semana Santa y huía a comer pescado a Pedregalejo, y ni tan mal. Fue un proceso necesario para llegar a entender que me lo estaba perdiendo todo, que estaba ciega de pragmatismo, que sólo lograba arañar la superficie de la fiesta. Fue absurdo, pienso ahora, porque a mí lo que más me interesa del mundo es lo ilógico, lo onírico, lo simbólico, lo pasional, es decir, todo lo que no se puede medir con umbrales claros (como el amor entre dos personas, que nada tiene que ver con el tiempo que duran juntas; o como el arte, que nada tiene que ver con el precio de la pieza; o como la cultura de un país, que nada tiene que ver con su alfabetización).
Una mujer no puede escapar de sí misma, me dije, y si yo renunciaba a la Semana Santa estaría anulando mi infancia sureña de incienso, y aquella vez que madrugué como nunca para ver la Misa del Alba con mi abuela, con el cielo rayano en naranja y las señoras cantando saetas en el barrio de la Trinidad, y este creer en dios a ratos, y estas dudas y siempre este fervor extraño ante lo insólito, y aquel hacer bola con la cera sobrante de los nazarenos, y ese viejo llevarle una botellita de agua al niño que me gustaba en el colegio cuando sacaba sobre sus espaldas un trono y me parecía el hombre más fuerte del mundo.
No pienso renunciar siquiera a la coña que le he hecho tantas veces a mi hermana, bella con su indomable pelo rizado, cuando le hacían un corte raro y barroco en la peluquería y para meterme con ella le decía: "Adónde vas con esa permanente, niña, que pareces El Rico".
Lo llevo en el lenguaje, en la idiosincrasia, en mi vértebra andaluza, en las canciones que adoro, como el mismísimo Novio de la muerte, un poema de amor tan redondo que sólo un estúpido no apreciaría: "Soy un hombre a quien la suerte hirió con zarpa de fiera". Pero qué versazo.
Me gusta recalcar que la historia que cuenta nada tiene que ver con el nacionalismo zumbado de los testosterónicos ni con el morir por la patria. En realidad va de un colega que ha perdido al amor de su vida y que se va al frente a matarse porque ya ves tú la gracia de estar aquí sin ella. "Por ir a tu lado a verte, mi más leal compañera, me hice novio de la muerte". Agárrate ahí. Es que veo ya guapa hasta a la cabra en medio de la emoción idéntica (¡democrática, por una vez!) de los pobres y los ricos.
Una mujer no puede escapar de sí misma, me digo, y yo me quedo en la cadencia, en el ritmo, en el sonido trágico de las cornetas, en el tragar saliva a punto de llorar mientras te abruma la música, en la rosa y el puñal de la Zamarrilla, en el Cristo de los gitanos, en la importancia del rito y del símbolo, en la brillante teatralidad de un mundo al sur del mundo que ha conformado mi sentimentalidad de folclore y cancionero, esa que hoy muchos pusilánimes llamarán tóxica y que yo llamo profunda.
Me conmueve este ancho enigma, me conmueve esta fabulosa seriedad en los chiflados tiempos del circo, me conmueve la inteligencia sensible en estos años torpes de la literalidad. No va de adorar imágenes. Yo ya no adoro casi nada. Va de entender que en las cosas viven significados. Va de entrenar el ojo para traspasar lo obvio. Va de que aquí nadie está paseando muñecos, y que si te sientes tan superior moralmente para reírte de nosotros, muy a nuestro pesar te lo tendremos que aclarar: estamos paseando a tu puta madre.