Ahora que parece haberse abierto la veda, por obra y gracia de la reyerta partidista, el fuego amigo y otras hierbas afines, habrá que irse resignando a la aparición de más conseguidores de emergencia de material sanitario. De esos que con dudosas o nulas credenciales previas en el ramo se adjudicaron lucrativos contratos públicos en lo peor de la pandemia. No es descabellado suponer que habrá jarabe para todos y para todas las siglas, lo que por supuesto no exonera a aquellos que ya han visto aflorar sus vergüenzas de rendir las cuentas que les correspondan.
Puede temerse que al lado de estos manejos (en los que a la desfachatez y la inmoralidad del enriquecimiento súbito de un indocumentado se une la tragedia de la mortandad que en esos días acaecía), otros casos de mediación remunerada (de los que en los últimos tiempos no paramos de conocer) palidezcan y queden al fin en nuestra frágil memoria como una travesura sin trascendencia. Y sin embargo, quizá no haya que dejarlos pasar sin preguntarse sobre lo que nos dicen de nuestro tiempo.
Al margen de su revelación ilícita (que uno supone que los afectados habrán denunciado y que la justicia, si se interpone en efecto esa denuncia, debe investigar), los audios cruzados entre Gerard Piqué y Luis Rubiales son tan elocuentes y esclarecedores que merecen comentario y exégesis. Además de quedar registrados en los anales de la vieja astucia patria, también conocida en su día como picaresca.
Nadie los está acusando de ningún delito. Para eso faltaría algún que otro indicio que por ahora no está sobre la mesa. Pero un trato como el que ambos cerraron, con tanta luz y taquígrafos como los presentes en la fosa de las Marianas (alto lucro directo para uno e indirecto y nada desdeñable para el otro, y en el que por parte de los agraciados no se moviliza más que la energía necesaria para usar el smartphone, mientras que el valor de la transacción lo aportan terceros), es una jugada que un Rinconete no podría imaginar ni en la más afiebrada de sus fantasías.
Uno sabe que la Real Federación Española de Fútbol y la empresa Kosmos son entidades de derecho privado. Sólo responden ante sus accionistas, la primera, y ante sus asociados la segunda, sin perjuicio de la supervisión pública que se deriva de la legislación deportiva y que en todo caso no alcanza a sus procesos de contratación. Y sin embargo, cuesta aceptar que sea tan fácil cocinarse y servirse un enriquecimiento tan limpio y tan envidiable sin tener que rendirle a nadie cuenta alguna.
Sobre todo, porque en el nombre de dicha federación están esas dos palabras, Real y Española, que por más privada que sea remiten al uso de la marca España, o Reino de España, para quien lo prefiera. Y que están muy lejos de ser patrimonio de Rubi y de Geri. De hecho, y si la memoria no falla, al segundo parecía tirarle más la República Catalana, salvo por lo que se ve a la hora de nutrir sin tener que sudar su cuenta corriente.
Y es que, y esto lo saben y sabían los protagonistas de esta novela ejemplar y lo sabemos todos los demás, lo que le da valor al campeonato que se llevaron a Arabia Saudí no es que se trate del negocio privado de uno o de otro. Es el nombre de España, con el que han traficado y del que han extraído un lucro que han hecho suyo sin preguntarnos ni darnos parte a quienes con él nos damos por aludidos, y que directa o indirectamente pagamos el daño reputacional que conlleve halagar a sus ricos socios.
No se trata (por ahora) de un reproche penal. Tampoco de esa exigencia moral que Rubiales concibe de forma tan laxa. Se trata de que se han aprovechado de nosotros. Y eso, por si no son capaces de deducirlo por su cuenta, no le gusta a nadie.