Cada vez que veo a Luis Rubiales en Arabia Saudí, y han sido muchas veces últimamente, tanto físicas como imaginadas, me arrebata una sensación de asco que me incomoda notablemente, y de la que me cuesta mucho alejarme. Me pregunto: ¿Por qué? ¿Por qué se tiene que jugar la Copa de España -de España- en el territorio de una de las dictaduras más atroces que conoce el planeta?
Por dinero. Ah, sí, por dinero.
Que la Real Federación Española de Fútbol busque maximizar sus ingresos me parece loable. Eso deberían hacer todas las instituciones, las públicas y las privadas: ser más eficaces en sus gestiones, maximizar sus recursos, optimizar su funcionamiento. Pero ¿a nadie se le ha ocurrido que el dinero, a veces, incluso a menudo, no debería suponer la motivación principal para realizar -o no- determinadas actividades?
Esto resulta mucho más evidente, incluso, cuando se trata de un asunto relacionado con una institución del Estado, y no con una privada. En las primeras, estamos todos de algún modo involucrados; en las segundas, las conciencias de cada persona ya hacen su trabajo y el infierno, si existe, siempre anda esperando su momento.
Pero los equipos españoles acuden a ese lugar. Ese en donde las mujeres no pueden practicar deporte a la vista de otros, pero el Barcelona juega allí. Ese donde ellas no pueden abrir cuentas bancarias, pero el Atlético de Madrid se lucra de las de los saudíes que manejan el Gobierno. Ese en donde la mitad de la población no puede caminar sin compañía masculina, aunque nuestros mejores jugadores paseen libremente por sus calles.
Rubiales, siempre sonriente, acude a ese país a, entre otras cosas, entregar a cada jugador las medallas que acreditan la posición última de los finalistas. A lo mejor, sonríe tanto porque a él le hace gracia.
O a lo mejor no. Tal vez simplemente esté pensando en los millones de euros que cobrará el fútbol español -¿el fútbol español?- provenientes de ese país. O en las cantidades que él mismo agregará a su cuenta bancaria en función de que esa final a cuatro se dispute allí, y en virtud de quien se clasifique para ese torneo.
Hace no tanto tiempo, a Rubiales le pareció mal que Julen Lopetegui hubiera firmado por el Real Madrid para entrenarlo cuando concluyera su labor con la selección en el Mundial de Rusia y, un día antes de que comenzara, lo despidió. Esto es: le pareció tan mal que, con dinero público, obligó a que se indemnizara al entrenador y dejó a la España futbolística temblando unos días antes de su primer partido en el mayor evento futbolístico internacional. Porque le dio la gana o porque, como explicó, "tener a los mejores jugadores es importante pero cómo se hacen las cosas, más todavía".
Así que, como le pareció tan mal que Lopetegui hubiera firmado con el Madrid, lo echó. Y se le pagó, para ello, con dinero de todos. Esos eran los jugadores que Lopetegui, que había logrado grandes resultados con la Selección, había llevado hasta allí. Eran los que creían en ese entrenador. Desafortunadamente, la arrogancia del presidente de la RFEF y su falta de un criterio mínimamente razonable tuvieron como resultado -del todo previsible- una debacle nacional en ese torneo.
Su decisión supuso un suicidio deportivo que hizo trizas las ilusiones del país, por un lado, y una penalidad económica con un dinero que no era de quien tomó esa torpe decisión.
Entonces, y solo por eso, y no tanto porque De Gea no parara ni una en aquellos días, ya habría que haber echado a Rubiales.
Que Piqué sea comisionista y jugador a la vez resulta un mínimo de chocante, y de difícil armonización con cualquier código deontológico. Lo que sí tiene demostrada es una gran habilidad para los negocios: la envergadura de la comisión de su compañía resulta inaudita.
También habría que analizar previamente si, realmente, la RFEF necesitaba un intermediario para lograr que la competición se disputara en otro país. En todo caso, la relación profesional entre Rubiales y Piqué tiene un difícil encaje ético, e indicios de algo que podría ser aún peor.
Raif Badawi, el bloguero saudí que recibió el Premio Sájarov 2015, fue condenado en 2014 a diez años de cárcel y a mil latigazos. Su delito fue defender los derechos humanos y la separación de Iglesia y Estado a través de su web Free Saudi Liberals. Para Riad lo que hizo fue "insultar al Islam por medios electrónicos". La pena iba a cumplirse a razón de 50 latigazos cada viernes a partir del 9 de enero de 2015, cuando recibió los 50 primeros. Pero en función de las heridas recibidas, que casi lo matan, se pospusieron los siguientes. El mes pasado, tras pasar diez años privado de libertad, fue liberado. Así es el país donde nuestro país disputa la Supercopa.
El Real Madrid y el Athletic de Bilbao disputaron la última final en Riad. En esa ciudad, también, se decidió descuartizar vivo a Jamal Khashoggi, el periodista del Washington Post de origen saudí que acudió a la embajada de su país en Turquía mientras su novia esperaba en el coche, fuera. Mohammed bin Salman, el príncipe heredero, instigó ese atroz asesinato, según la inteligencia de EEUU.
Los millones de euros que los saudíes pagan por celebrar la supercopa son, seguramente, su mejor inversión para blanquear las atrocidades que comete su gobierno.
Así que es cierto: ver a Rubiales en Arabia me produce la peor de las sensaciones. El dinero, por mucho que sea, no puede comprar decencia.