Cataluña es un ejemplo para Europa. Pero no exactamente el que pretendería el constitucionalismo y mucho menos todavía el que pretenden los independentistas.
Cataluña es ejemplo de hasta qué punto y tiempo es posible mantener una sociedad próspera, más o menos libre y más o menos funcional, instalada en la política ficción. Instalada en aquel abismo que se abre entre nuestros actos y sus indeseables y previsibles consecuencias.
Véase el ya famoso alcalde de Caldes, el que entró en su propia finca hacha en mano para echar a los okupas.
Los partidos de la oposición, y cabe suponer que los okupas, piden ahora su dimisión. Y debería dársela. No por entrar con un hacha, porque en su propia casa cada uno entra como quiere, sino porque su acción es su fracaso político. Porque su heroísmo contradice su política y porque con sus justificaciones demuestra que todo lo que había de digno e incluso de heroico en su conducta es, en realidad, de una tremenda hipocresía.
Ese heroísmo que le aplauden en las redes tantos catalanes, tan necesitados de hombres como el del vídeo, es en realidad su fracaso. Es el fracaso de alguien que se presentó por un partido que lleva años instalado a su propia izquierda, gobernando con ERC, votando con Podemos y la CUP y tonteando con sus discursos y legislando leyes antidesahucios un poco por contentar a la izquierda y un poco por molestar a España.
El vídeo es el fracaso político e ideológico de un hombre y un partido que han gobernado en contra de sus propios intereses y que ahora se ha dado de bruces con la sucia realidad.
En esta lamentable situación, el alcalde debería dar ejemplo. Y el ejemplo que debería dar es el de un hombre que, asaltado por la realidad, o cambia de ideas, o cambia de partido o empieza a trabajar en serio por cambiar la mismísima realidad. Pero todo el ejemplo que puede dar es el de un hombre y un partido que han aprendido a convivir, de forma aparentemente apacible, con una realidad en la que que no existe o no se contempla relación alguna entre lo que se vota y lo que se sufre.
Ahí queda su patética carta, en la que se explica por el miedo y no por la valentía, como testimonio de una época y un lugar en el que los políticos sólo piden perdón cuando tienen razón.
Suele confiarse en que al final la realidad nos despierte, a menudo a base de hostias, de nuestras ensoñaciones y agrandamientos. En eso confían estos días muchos pesimistas que creen que Marine Le Pen terminará por gobernar pero que será corregida por el sistema. Y en eso confiaban, de hecho y hasta hace poco, muchos optimistas que creían que bastaba relacionarla con Putin y sacar sus viejas boutades para acabar con su carrera política. Que una cosa era hablar bien de Putin para hacerse la chula y la alternativa a los debiluchos centristas en época de normalidad y otra era hacerlo en plena guerra con Ucrania.
Pero el 41% de los votantes franceses les han dicho que no se lo creen o que les da igual, y la lección catalana es que en esa indiferencia se puede vivir muy bien y muy cómodamente durante mucho tiempo. Que es fácil vivir sin que la realidad tenga nunca la última palabra porque siempre hay una instancia superior a la que recurrir y a la que responsabilizar de las desgracias que nos ocurren por nuestra mala cabeza. No hacía falta irse a la Francia de Le Pen ni venirse al Caldes del alcalde del hacha. Nos basta ver qué tipo de excusas usó Pedro Sánchez durante la pandemia y qué tipo de excusas usa ahora durante la inflación.
Por muy aliviados que estén estos días los más europeístas de todos, lo cierto es que esta política ficción es un proyecto tan suyo como el Erasmus. Y que es ese proyecto europeo el que por su propia y doble naturaleza, de proyecto y de europeo, fomenta una irresponsabilidad creciente de los gobiernos locales o nacionales. La lógica europea es que ofrece siempre una salida por arriba y la lógica del proyecto es que nadie sepa exactamente qué se proyecta ni quién lo hace ni hacia donde pero que todo el mundo entienda y asuma que hay una dirección que es única y necesaria y que es, por lo tanto, incuestionable.
Por eso la lógica catalana es ya la lógica europea. Les va pasando lo mismo a los Estados en Europa que a Cataluña en España. A mayor integración, más incentivos a la irresponsabilidad y más excusas para justificarla. No se trata, por lo tanto, de romper con Europa en el caso de Le Pen o con el PSOE y con España en el caso de los indepes, sino de usarlos como excusa de todos sus males.
Quizás la alternativa sea peor. Quizás debamos acostumbrarnos a la idea de que el futuro de Europa será catalán o talibán. Y supongo que por eso decía Francesc Pujols que algún día, los catalanes, por el hecho de serlo, iremos por el mundo y lo tendremos todo pagado.