Que la gente se espíe no es una novedad. Lo hace todo el mundo, o casi. Desde mi terraza del centro de Madrid veo a individuos asomándose a la suya, a punto de colocarse sus prismáticos y dedicar un ratito a mirar a través de las ventanas de los vecinos. Será el morbo de ver qué hacen los demás, que está ahí. Pero también, sospecho, se trata de ver qué tienen las vidas de los otros que no tenga la tuya.
En ocasiones, sólo quieres saber qué está pasando enfrente, cuando la mujer escribe whatsapps desenfrenadamente mientras su marido no levanta la cabeza, absorbido por la última genialidad de Benzema o Modric. Cuando ella abandona el móvil, rápidamente, en el instante en que él decide ir a por la cuarta cerveza.
Una vez conocí a un tipo que tenía un telescopio en su apartamento de verano, junto al mar, pero no lo usaba para ver los anillos de Saturno, sino para analizar la anatomía de las chicas que tomaban el sol en la playa. A veces entreveía a alguna pareja intimando entre las dunas. Claro que esto, más que espionaje, que también lo es, se trata más bien de voyerismo, y tiene otras implicaciones.
En otra ocasión me topé con un hombre que era espía. "Espía profesional", matizaba él mismo, si le preguntabas lo suficiente a qué se dedicaba. Tan bueno no debía ser, pensé, si lo admite. Me pareció claro que yo tenía razón cuando su esposa lo espió a él y le encontró trapos que no estaban del todo limpios y que fueron suficientes para demoler un matrimonio aparentemente consolidado.
Ahora, dicen, puedes clonar el WhatsApp íntegro de tu pareja, o de tu amante, de manera bastante simple. Puede ser muy útil, desde luego, pero esa estrategia alberga numerosas posibilidades de concluir en tragedia.
Un amigo muy sabio (tanto, que vive de su sabiduría, de escribir sobre ella), me dijo una vez, medio riendo, pero mucho más en serio de lo que yo creía: "Si sospecho que mi mujer está en casa, en la cama, una tarde con un hombre, no vuelvo hasta la noche". Mi amigo escritor cree mucho en el poliamor, y lo defiende, aunque no tengo dudas de que prefiere ser él mismo el protagonista.
En España estamos viviendo estos días una verdadera historia de espías y espiados que amenaza con destruir la legislatura. En palabras del portavoz de Esquerra Republicana en el Congreso, Gabriel Rufián, también amenaza el sistema democrático.
Ha tenido (cierta) suerte el presidente, Pedro Sánchez, al haber sido aparentemente también víctima de Pegasus. Eso le ha dado otra vida, aunque quizá para consolidarla tenga que entregar la cabeza de la directora del Centro Nacional de Inteligencia, Paz Esteban.
O, quién sabe. Si se ponen exigentes los independentistas, tal vez ruede también la de Margarita Robles, la titular de Defensa.
Espiar desde la terraza puede resultar interesante, pero irrumpir en la privacidad de los demás en absoluto se puede considerar respetable. Si lo ejecuta quien no puede hacerlo, o se hace fuera de la observancia de la ley, pasa a otro ámbito y se convierte, obviamente, en algo a perseguir. Pero tampoco es que se lo hayan inventado Sánchez o el CNI.
El Watergate era un complejo de oficinas y un hotel más en Washington D. C. hasta que Richard Nixon decidió hace medio siglo averiguar qué ocurría allí, exactamente en la sede del Comité Nacional Demócrata. La caída del presidente de los Estados Unidos se cimentó en el preciso instante en que los republicanos ordenaron fotografiar algunos documentos y espiar las conversaciones telefónicas de diversas personalidades del partido rival.
Menos mal que Carl Bernstein y Bob Woodward insistieron. De no ser así, probablemente nunca se habría producido la única dimisión de un presidente de los Estados Unidos. Tampoco tendrían los periodistas de investigación en todo el mundo unos referentes tan superlativos.
Desde entonces, los estadounidenses han pulido mucho su nivel de intromisión en la vida de los políticos cuyo criterio les importa. Ya supimos que la Agencia Nacional de Seguridad espió las comunicaciones de 35 líderes políticos de todo el mundo, entre ellos los de sus aliados y amigos, como Angela Merkel.
Todos los países, o al menos los de nuestro entorno, disponen de servicios de Inteligencia. Y esta se dedica, por supuesto, a espiar. Eso no va a cambiar. Es más: en este mundo tan vulnerable en el que un loco decide un día cualquiera arrasar al país vecino y poner en jaque al mundo entero, cada día será más importante investigar con eficacia.
Pero en los países en los que disfrutamos del Estado de derecho y vivimos la dignidad democrática es imprescindible que se espíe bien y siempre dentro de la legitimidad. Si en algún momento no ocurre así, me pregunto (aunque intuyo la respuesta) si no será mejor que los ciudadanos nunca lo sepamos.