La última masacre desencadenada en Estados Unidos por un tronado provisto de un arma de guerra, que les ha costado la vida a diecinueve niños de corta edad y dos profesoras (a los que habría que añadir la abuela del exterminador, asesinada con anterioridad, y el marido de una de las docentes, muerto por un infarto poco después), es la enésima prueba de que ese país sostiene una guerra de sombrío pronóstico, pero no contra una potencia exterior, sino contra sí mismo. Son los propios Estados Unidos de América los que arman al ejército enemigo, y de sus ciudadanos con peores mimbres mentales y morales se extrae la fuerza humana necesaria para sostener las hostilidades.
Un país donde hay menos habitantes que armas de fuego ya es lo bastante espeluznante, por no decir insensato; pero si se tiene en cuenta que las armas largas se cuentan por decenas de millones, y el número de fusiles de asalto semiautomáticos es de siete cifras, resulta que en manos de los civiles estadounidenses, y sin verificación del equilibrio psíquico del portador, hay más armas de guerra que en el arsenal de muchos ejércitos, incluidos los de algunas de las potencias más ricas y pertrechadas.
Lo malo de las armas es que, como sucede con cualquier utensilio o herramienta, quien se preocupa de comprarlas no es improbable (más bien al revés) que acabe usándolas. Y si el artilugio en cuestión tiene una potencia terrorífica, que lo hace capaz de escupir un número elevado de proyectiles por minuto, la probabilidad de que su uso acabe causando una carnicería se incrementa. De ahí que siempre que un "tirador" se sale de caza con su AR-15 (el fusil semiautomático estrella de los chiflados del lugar), los muertos se acaben contando por decenas.
A estas alturas es bien sabida la relación más que directa, directísima, entre el número de armas de fuego en manos de la población y el número de víctimas de muerte violenta. Las cifras de los Estados Unidos no resisten la comparación con ningún otro país del mundo desarrollado. Para encontrar estadísticas similares de muertes criminales en proporción a la población hay que irse a las zonas más atrasadas del planeta e incluso a algunas de las que se hallan sumidas en un conflicto bélico.
Tampoco nos cabe ninguna duda, a estas alturas, de que la segunda enmienda a la Constitución estadounidense, que es la que ampara el derecho a portar armas de la ciudadanía, es una norma anacrónica y absurda. Acaso pudo tener algún sentido en los tiempos del salvaje Oeste y de la frontera, pero ya entrado el siglo XXI es un despropósito que sólo perdura gracias a la fuerza y el dinero del lobby armamentístico, que se preocupa de tener en nómina a un número alarmante de representantes del pueblo que pone los muertos en esta contienda sin tregua ni final.
La incapacidad de la sociedad estadounidense, a partir de sus representantes democráticamente elegidos, para poner coto a este disparate, expone a la ciudadanía a una inseguridad cada vez más pavorosa. Como nos certifica este atroz incidente, los combatientes de ese vasto ejército enemigo que ocupa posiciones invisibles (hasta que se hacen ver) en el corazón del territorio estadounidense obran con una inhumanidad y una falta de principios y escrúpulos que ni los más duros y despiadados mercenarios chechenos de las fuerzas que arrasaron Mariúpol. Son capaces de liquidar niños y mujeres, tras haberse ocupado de aterrorizarlos hasta el sadismo, sin inmutarse siquiera.
No es menos amargo el sarcasmo que tuvieron que padecer los padres de los niños en el exterior de la escuela, mientras el asesino seguía disparando y los policías se resistían a entrar por el peligro, lo que hizo posible que culminara la matanza. Es más fácil intimidar a la gente común que plantar cara al enemigo.