Buenas noticias: por fin, ha llegado a nuestro país la libertad sexual para nosotras, hermanas. ¿No lo notan? ¿No lo respiran? ¿No se sienten más libres sexualmente, queridas, que, no sé, el miércoles pasado, por ejemplo? Por fin el consentimiento se coloca en el centro (ahora todo está en el centro, la gentrificación de las emociones ya está aquí) de las relaciones personales. No como hasta ahora que se basaban en la asimetría y el sometimiento y así nos iba. Qué bien todo. Abandonamos esa época oscura del terror sexual y de la cultura de la violación y nos adentramos en la del consentimiento y el deseo. Y del solo sí es sí.
De ahora en adelante, un no será un NO. No como la semana pasada, que un "no" era un “no ni na”. Un silencio será también no. Por si acaso. Y un gemido, un gruñido, un jadeo o un sonido gutural será, en caso de denuncia, un no como un día de fiesta.
Todo será no, excepto el sí, que también podrá ser "no" si se emite bajo coacción o amenazas. O porque nos hemos sentido intimidadas por algo como, yo qué sé, una mirada o un gesto. O incluso la ausencia de mirada o gesto. Independientemente de la voluntad o la intención con que eso se haya producido.
Esto que les digo y que puede parecer una boutade o un trabalenguas, incluso, no es baladí. Si en caso de duda una mujer, yo sin ir más lejos, manifiesta (manifiesto) que me sentí amedrentada por, no sé, una mirada inquietante que me pareció (atención al “pareció”) amenazadora y que no dije que no por ese temor mío a perder la vida en deshabillé, se me creerá sí o sí. O sea, mi particular percepción de la realidad será prueba irrefutable y ese señor, que podría ser levemente miope en lugar de un desalmado, será automáticamente culpable, porque mi condición inapelable de víctima en ello le convierte.
Pero no sólo eso, es que es responsabilidad suya, en un momento dado, interpretar correctamente que mi silencio es en realidad una negación no manifestada: su trabajo es gestionar mis emociones y obrar en consecuencia. Soy libre, pero irresponsable. Y un sollocito mío, una lágrima, un moqueo, contiene la verdad, absoluta e indiscutible, de algo tan complejo como son las relaciones interpersonales.
Lo que nos dice esta ley, sin decirlo, es que en una relación sexual entre dos adultos no es necesario que la mujer manifieste su disconformidad u oposición de manera comprensible y clara para que esa voluntad deba ser respetada, pero sí debe ser indudable y contundente el consentimiento. El hombre, pues, debe estar en condición de interpretar correctamente toda negativa de la mujer, en todos los formatos (incluidos los inaudibles y los ausentes). El sí, por el contrario, debe ser rotundísimo e inequívoco. Ahí no hay espacio para la interpretación o la creatividad. Aquí sólo rigor notarial.
Es inquietante que se admita sin sonrojo que la percepción subjetiva de la mujer, la mera apreciación, será suficiente para convertir en agresor al otro. Porque, claro, estamos hablando de casos complicados y confusos. Las relaciones sexuales libres y sanas (que haberlas las ha habido, les informo, antes de esta ley) entre personas razonables no tienen este peligro de judicialización.
Tampoco tienen mayor equívoco las agresiones claras, porque aunque Montero se empeñe en lo contrario, en nuestro país ya están contempladas como delito las agresiones sexuales y, en caso de no haber más prueba que la palabra de la víctima, si es coherente e inequívoco el relato, se le cree y se actúa. Es decir, que esta ley es para esos casos confusísimos en los que se acusa de algo a alguien y hay espacio para la duda razonable. Pues en esos casos, querido varón, está usted jodido.
Porque reconocer a alguien como víctima implica señalar automáticamente a otro como agresor. Yo dudo que pasarse por el forro la presunción de inocencia tenga un encaje fácil en el marco constitucional de un Estado de derecho. Pero a mí, tras ver que a esto lo llaman “un triunfo más del feminismo”, ya no me extraña nada.