En casa de mi abuela hay una sala en la que no se puede entrar. Se dice así: "La sala". Cuando pasa algo importante, mi abuela dice muy seria: "Vamos a la sala". Está presidida por un retrato de mi tío Canuto, unos libros viejos, cosas de plata, grandes espejos y algunas fotografías.
Ya tengo treinta años, pero apenas he entrado en la sala. De niño, rompí una lámpara en casa de la abuela, pero no fue en la sala. Me sigue queriendo mucho.
Aunque no existe un protocolo de etiqueta concreto, jamás he entrado en la sala con chándal y deportivas. Quizá tampoco en camiseta. Y me parece bien. Hoy, gracias a mi abuela, soy un revolucionario: apuesto por ajustar la indumentaria al lugar. Lo considero, ¡incluso!, una cuestión de respeto. Pura contracultura. Hoy lo que se lleva es tratar al rey de tú y saludarlo en mangas de camisa.
La etiqueta me ha regalado grandes momentos. Incluso me ha alimentado. Con el pañuelo en la solapa, desayuné gratis varias veces en el Palace cuando no tenía un duro y conseguí entrevistas con aquellos que no me tomaban en serio por no haberme salido la barba.
El problema llega cuando no conoces la etiqueta… y mueres sepultado por el clasismo. Quizá un clasismo justificado, pero, oigan, no tenía ni idea cuando esa noche me... Les voy a contar una historia. Yo, que siempre he recibido la cariñosa burla de mis compañeros de periódico por los pañuelos de colores, fui expulsado de un lugar por "falta de elegancia".
Hablamos de una de las sociedades más conocidas de Madrid. Una "real" sociedad. Había acudido a escribir la crónica de un evento en el que participaban un porrón de ministros, dirigentes de la oposición, actores, artistas… Había muchas pistolas por metro cuadrado. Los escoltas encarnan el mejor medidor de la influencia de un sarao.
En un momento dado, el jefe de Opinión de este diario, que recibe el nombre de Cristian Campos, me dijo: "Oye, aquí arriba hay una de esas bibliotecas que te gustan a ti. Vieja, con escaleras y bustos de generales golpistas. ¿Vamos a verla?".
Fuimos, por supuesto, a verla. Por el camino, se unió Lorena G. Maldonado, bien apodada por sus detractores como Lorena G. Malhumorado. En ese instante, nuestra noche firmó su sentencia.
Nos montamos en uno de esos ascensores antiguos con puertas de madera rumbo a una zona "exclusiva para socios". Le dije a Cristian: "No hagas ruido". Y cuando intentó cerrar las puertas al salir, estuvo a punto de acabar con sus cristales. ¡Vaya golpe!
Era aquello lo más punk que veía desde hace tiempo. El general de uno de los bustos era el presidente vitalicio de la entidad. Franco saludaba pletórico justo al lado. Saludó, en concreto, a Lorena, que se hizo una foto con él. Lorena, pese a su ideología, siempre fue una demócrata. Hace uso de la pedagogía incluso con los tiranos. Y si lo niega, le publicaremos la foto de Franco.
A España, tenía razón Alfonso Guerra, ya no la conoce ni la madre que la parió. Ese lugar, otrora meca del conservadurismo, era el Far West. No había ley de la Memoria Histórica y, como si del Congreso se tratara, tampoco había leyes de educación.
Cuando nos íbamos, me asaltó una señora de cincuenta o sesenta años. "¡Oiga, oiga! Aquí no se puede entrar con vaqueros. ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!". La verdad es que lo hizo con muy malas formas. Yo miraba mi pañuelo en la solapa para ver si, como tantas veces, me sacaba del entuerto. Pero la señora sólo miraba mis vaqueros. Me giré hacia Franco, pero tampoco decía nada. La que dijo algo fue Lorena. Renacieron las dos Españas. Vean el diálogo:
–Mira, reina, lo que tú no puedes hacer es avasallar así a la gente.
–Son las normas y aquí no se puede entrar con vaqueros –la señora me miró de nuevo. ¡Y eran unos Levis! Llegan a ser los de Zara y no sé qué habría pasado–. ¡Tú a mí no me llamas "reina", que no me conoces de nada!
Cristian y yo nos dirigimos al ascensor. Pero el ascensor no venía. Los ascensores tienen mente y corazón. Son unos hijos de puta. Nunca están cuando se les necesita. Siguió el diálogo.
–Señora, yo había venido a trabajar a un evento y la etiqueta era distinta a la de aquí arriba. Por cierto, la biblioteca es fantástica –intenté mediar, poner calma, resucitar el centro.
–¡A mí no me llamas reina! Te está sentando fatal el vino. Deja ya el vino, es muy malo para la salud –la mujer atacó de nuevo a Lorena.
–¡Puedo beberme todos los vinos que quiera, reina, porque tengo varias décadas menos que tú! –respondió mi compañera.
Dicen que los jefes de Opinión son como los entrenadores de fútbol: los mejores resultan aquellos capaces de gestionar un vestuario de egos peligrosísimos. Cristian hizo su trabajo: "Oye, vamos al otro ascensor, que este no viene".
Nos fuimos. Lorena la primera, muy digna. Orgullosa. Cristian, detrás, negaba con la cabeza. Yo, algo rezagado, me sentía incómodo, como el que quiere ir al baño y no puede. Atravesando el bar de copas, a pocos metros del otro ascensor, recibí un grito: "¡Mírenlo! ¡Ahí va el más listo!". Me lo dijo sonriendo. Me detuve. Algo inocente, todavía ajeno a si era en broma o en serio, contesté: "¿Por qué?".
–¡Porque yo vengo aquí, cada noche, bien vestido! ¡Y tú te has plantado con los vaqueros! ¡Sí, señor! –el tipo, que agitaba una de esas copas redondas y con hielos, me cayó simpático y creí ver ironía en su sonrisa.
–Mire, no llevo traje, es verdad; pero llevo lo más importante: un pañuelo en la solapa.
Joder la que se montó. Había errado en mi percepción. El hombre no estaba de broma. Se incorporó en el sillón y comenzó a gritar: "¡Encima se descojona en mi cara! ¡Oigan! ¡Oigan!". Se acercaron dos de esos camareros vestidos con el traje que yo no llevaba.
Aceleré el paso. Alcancé el ascensor. Mis compañeros se dieron a la fuga: "¡Por las escaleras!". Nos lanzamos a la noche. Fuera, había empezado a llover. Era Madrid en todo su esplendor. Vaqueros o libertad.
Perdón, abuela. Te prometo que no sabía lo de la etiqueta. Si no, jamás habría entrado en aquella sala. "La sala".