Si se nos rompe la impresora en el periódico, siempre podremos llamar a Gabriel Rufián. Lo recuerdo aquel día en el Congreso, recorriendo los pasillos con el bicho en brazos, cartuchos incluidos, con la sonrisa de quien va a presentar a su hijo recién nacido. No crean que escribo en broma. El insondable mundo de los toners es, en términos históricos, como el conflicto catalán: se inflama en el peor momento.
Anda nuestro Rufián en problemas. Y debemos ayudarle por el bien de nuestras impresoras. En realidad, en estos días aciagos de la cancelación, debemos ayudar a todo el que se postula en público armado de honestidad y sentido común. “Puigdemont está tarado”, dijo diciendo lo que no se atrevió a decir, yo qué sé, Mariano Rajoy.
He leído en alguna parte, he escuchado en los mentideros del Congreso, que a nuestro Rufián le quieren cortar el pescuezo los dirigentes de ERC. Amenazan con enviarle como candidato a Santa Coloma. Quieren hacer con él lo que hizo Canal Plus con Robinson: unas vacaciones pagadas en Reino Unido para recuperar el acento. Me lo contó el propio Michael, ¡cuánto lo echo de menos!, un día así como estos, de mucho calor.
Me siento muy cerca de Rufián. Llegamos a Madrid casi a la vez… y nos ha pasado lo mismo. Nos enamoramos de esta ciudad abierta –así se llamaba a Barcelona en los ochenta–, hecha de arcilla, donde los sueños son más fáciles que en cualquier otra parte. Donde ningún día es igual, donde a la rutina le cuesta respetar su nombre. Donde bulle lo mejor y lo peor del ser humano en el mismo metro cuadrado, al mismo tiempo; y eso es la vida. La vida fiera y verdadera de los poemas de Celaya.
Madrid, con su obscena desigualdad. Madrid, con su generosa tolerancia. Madrid, obrera de ilusiones. Madrid, con esos palacios que nadie habita. Madrid, con los estribillos de sus barrios. Madrid, ¿qué más, Rufián? ¡Ayúdame a escribirlo!
Es difícil querer venir a Madrid, pero resulta más difícil querer marcharse. He conocido a muchos que, pasado el tiempo, cuando están de visita, acuden a Atocha a por su tren de vuelta con los ojos llorosos, con la canción de Sabina entre sístole y diástole: “Corte de los milagros, virgen de la Almudena. Chabolas de uralita, palacio de cristal. Con su ‘no pasarán’, con su ‘vivan las caenas’. Su cementerio civil, su banda municipal”.
Hay algo en Madrid que está ahí, que no es una moda, que nada tiene que ver con Ayuso y demás coyunturas: es el rompeolas de todas las Españas, por decirlo con Antonio Machado.
Rufián ha descubierto en Madrid a los escritores, a los periodistas –¡cuánto le gusta el periodismo!–, a los artistas, las cañas bien tiradas, la tapa gratis… y esas discotecas donde no existen los grupos cerrados, donde todos nos abrimos a la aventura con inusual voracidad. ¡Y lo dice uno de Pamplona!
En Madrid, a nuestro Rufián lo insultan mucho más de lo aceptable –ni uno solo de esos insultos, apunto por si acaso, es admisible– y mucho menos de lo que él imaginaba que iban a insultarle. El otro día escuché que alguien lo defendió de un transeúnte al grito de… “¡Que los dos somos del Real Madrid!”. Se confundió, porque Rufián es de El Español, digo… del Espanyol. Se confundió porque debió haber gritado: “¡Eh, que los dos somos de Madrid!”.
Aquí en Madrid, nuestro Rufián lo sabe bien, es muy fácil sentirse como el protagonista de La educación sentimental de Flaubert. De pronto, a pesar de los atascos y del cielo color ceniza, uno se sorprende gritando sin motivo. Gritando de felicidad.
Qué fácil me fue hacer amigos en Madrid, Gabriel. Me consta que te pasó lo mismo. Y me duele que decir la verdad sea motivo suficiente para que alguien ose arrebatarte este sueño. Pediste perdón y es normal. Yo también lo hubiera hecho si alguien me hubiera amenazado con el billete de vuelta.
Nos hemos ido haciendo mayores en el Congreso. Tú un poco más que yo. Ya no llevas impresoras por los pasillos ni camisetas histriónicas. Te vistes de manera institucional. Elaboras concienzudamente tus discursos. Te estás convirtiendo en un maestro del falso silogismo. ¡Dices tremendas barbaridades! Pero las dices cada vez mejor.
Te veo desde la otra orilla y me veo reflejado. Rechazas la etiqueta de “nacionalista”, ahora prefieres presentarte como “republicano” y de “izquierdas”. ¡Qué difícil tiene que ser defender el nacionalismo en Madrid! Usaste aquello del “realismo mágico” –¡qué maravilla, Valle-Inclán, Luces de bohemia, otra vez Madrid!– para ironizar sobre el independentismo.
Si Cataluña se independizara, Gabriel, se te partiría el corazón. Quién sabe, quizá incluso empezaras a escribir poesía. Vivir en Cataluña con Madrid tan lejos, convertida en ciudad internacional, sería para ti el verdadero exilio.
Ayudemos a nuestro Rufián. No estoy de broma, créanme. Pienso de veras que debemos hacerlo. Hagámoslo ministro. De cualquier cosa. Ya son veintidós, ¿qué importa uno más? Total, la política territorial de Moncloa seguiría siendo la misma.
Mi abuela dice que hay que trabajar para conseguir lo que uno quiere, y que así se acaba teniendo lo merecido. Rufián no es el ministro que necesitamos, pero sí el que nos merecemos. Yo ya he empezado a practicar. El otro día me lo crucé en alguna parte y le llamé: “’¡Ministro!”. ¿Se dio la vuelta? Continuará.