Tengo mucha nostalgia de la España en la que crecí. Se evaporó demasiado pronto… ¡y ha pasado tan poco tiempo! Me sirve de consuelo lo que un día me contó José Luis Garci: él, cuando era tan joven como yo, también tenía mundo anterior en lugar de mundo interior.
Le pasaba, nos pasa, desde niños. Quizá a ti también te pase. No es cosa de la edad. Debe de tener que ver con una avería en la provincia cerebral del recuerdo. En mi mundo anterior, estaba y está mi abuela. Juancarlista, firme defensora de la inviolabilidad. Da igual una evasión millonaria de impuestos que el asesinato de una anciana. Siempre leal a Juan Carlos I.
A su lado, mi abuelo, que no creía ni cree en la Democracia. Las elecciones le parecen una enfermedad terrible y temo que, un día, como esto siga así, haya mucha gente que acabe dándole la razón.
La esperanza, ahí nace este artículo, la encarnan mis padres. En casa se hablaba –y se habla, imagino– muy poco de política. Eran –y son– dos trabajadores de clase media seguros de que, en aquellos años ochenta y noventa, la vida iba a cambiarles muy poco en función de quien gobernara.
Un día supe que habían ido alternando el voto. Como en un partido de tenis. Del PSOE al PP y viceversa. En función de las circunstancias. Prestaban su apoyo a uno y, cuando llegaba el atardecer de la decepción, cambiaban de papeleta.
No era cosa de ellos. Ahora que lo veo con perspectiva, intento averiguar. Me da la sensación de que la mayoría de sus amigos se desempeñaban de igual manera. Ese era el verbo clave, “prestar”. Una confianza otorgada hasta que asomaba la corrupción. Y así era España a mis ojos de chaval: la mayoría silenciosa iba decantando el gobierno de manera orteguiana, al compás de las circunstancias.
De hecho, si me topaba con una persona que, en público, exhibía con vehemencia partidista sus convicciones me parecía raro. Me interesaba casi como personaje literario. “Mira, es como el abuelo”.
No conviene, sin embargo, idealizar el pasado. Ni olvidar. La corrupción campaba a sus anchas –hubo hasta terrorismo de Estado–, podían pegarte un tiro por defender determinadas ideas –ETA– y el margen de maniobra ciudadano era menor que el de ahora. Hoy, cuando se abren las urnas, PP y PSOE tienen miedo a que Podemos y Vox rebañen el desafecto fruto de las fechorías del bipartidismo.
En plena campaña electoral, Juanma Moreno utilizó el verbo mágico en una entrevista con este periódico: “Prestar”. Pidió prestado el voto a quienes habían apoyado al PSOE anteriormente. A mí me pareció de lo más normal. De hecho, me impactó que mis compañeros eligieran esa frase como titular. Era la frase que encapsulaba la normalidad de los días tranquilos. Veinticuatro horas después, comprobé que era el titular más acertado.
Estuve en Ferraz. Salió Adriana Lastra hecha un basilisco. “Quien crea que un socialista va a votar al PP no sabe lo que es un socialista”. Una de dos: o los socialistas no existen o ella no conocía a quienes votaban al PSOE.
Como por arte de magia, miles de esas personas –115.000 según SocioMétrica– cambiaron de papeleta y apoyaron al PP. Lo hicieron sin haber sido víctimas de exorcismos, de propaganda goebbelsiana, de sobornos ni de profundas crisis existenciales. Se dejaron llevar, supongo, por el precepto que estructuraba la política aburrida: “No nos ha ido tan mal con éste, pues que siga”.
Nadie daba un duro por Juanma Moreno. Es uno de los nuestros. Tenía ya buscado un trabajo para marcharse de la política, hasta que la carambola de 2019 lo hizo presidente. Estoy seguro de que Moreno ejercería el voto prestado si no estuviera en el PP.
En Andalucía ha renacido la España prestada. Es mentira que el mapa se haya teñido de azul. Las mayorías absolutas llevan consigo la transversalidad. Y si Moreno gobierna para todos y sin estridencias, tendrá fácil mantenerse en el poder.
El milagro de Pedro Sánchez, el de la España dogmática, consiste en juntar pedacitos excluyentes hasta formar una mitad. Después, se gobierna contra la otra mitad. Es la técnica de Sánchez, cierto, pero también la de Mañueco, ahora, en Castilla y León. Una política de trincheras y supervivencia.
No sé cómo hemos llegado hasta aquí. A veces miro atrás y me pregunto en qué curva aparecieron los dogmas. No sé siquiera explicarlo. Para eso, supongo, están los politólogos. Y en España, hay incluso más politólogos que políticos. Es una verdadera pandemia.
Lo que sí sé es que quiero volver a los días normales, los del mundo anterior, que son precisamente como una película de Garci. Tiovivo 1990, podríamos llamarla adaptando su mítico guion. Eso sí, que no nos roben. Porque nos robaron mucho.