España empieza a tener un problema con las efemérides. Por su propia naturaleza, nos recuerdan aquello que fuimos en un momento determinado. Como la foto del pasado que nos muestra esbeltos frente a la tripa que caracteriza hoy nuestra figura, generan una incomodidad creciente.
Los años noventa y los años dos mil fueron un sinfín de conmemoraciones de los hitos de la Transición que había tenido lugar dos y tres décadas antes. El otro día se cumplían 45 años de las primeras elecciones generales del presente periodo democrático en medio de la indiferencia general. De modo lento pero inexorable, el marco conmemorativo ha retrocedido desde los años setenta hasta los años treinta.
Ahora recordamos el 25 aniversario de aquel julio de 1997. La imagen de José Antonio Ortega Lara aturdido ante el mundo exterior que estaba convencido no volvería a ver. Menos de diez días después, un hombre no entiende por qué tiene cámaras de televisión a la puerta de casa. Al bajarse del coche descubrirá que es porque han secuestrado a su hijo Miguel Ángel.
Menudo momento. La fecha redonda coincide en el tiempo con el acuerdo alcanzado entre el Gobierno y EH Bildu para sacar adelante la Ley de Memoria Democrática. Algunas de las cesiones realizadas para conseguir ese apoyo reafirman el relato de aquellos que fueron piezas en el engranaje para la eliminación física del adversario que funcionó, perfectamente engrasado, en el País Vasco hasta hace poco más de una década.
A saber: una comisión técnica estudiará posibles vulneraciones de los derechos humanos de personas con motivo de su “su lucha por la consolidación de la democracia, los derechos fundamentales y los derechos democráticos” en un periodo añadido que no termina con la aprobación de la Constitución de 1978 sino el 31 de diciembre de 1983, con el PSOE de Felipe González cumpliendo un año en el poder. Bildu no esconde sus intenciones. La expropagandista de ETA Mertxe Aizpurua, que hoy es portavoz de esa formación política en el Congreso, dijo sin ambages que se trataba de poner “en jaque el relato de la Transición ejemplar”. Se han hecho algunas disquisiciones sobre la traducción real de esta cesión. Son otra manera como otra cualquiera de no pensar en qué clase de memoria común se puede construir con esas manos.
Escribo a ciegas. Quiero decir que todavía no se ha producido el homenaje a la memoria de Miguel Ángel Blanco que va a presidir el Rey en Ermua, el pueblo en el que vivía antes de que ETA decidiera para él otros planes y del que era concejal. Sí habrá tenido lugar cuando usted lea estas líneas. De modo que las preparo en medio del clima enrarecido previo. La incomodidad a la que aludíamos antes.
Mirar 1997 por el retrovisor encoge el corazón porque evoca un tiempo en el que fuimos mejores. ¿Cómo es posible sentir algo parecido a nostalgia por un año en que una organización terrorista tenía capacidad operativa para secuestrar y matar casi a su antojo? Tampoco es eso. Intentaremos explicarlo.
Había un proyecto común de país. Aznar y Felipe (que no hacía ni un mes que había abandonado la secretaría general del PSOE) podían ser vistos entonces como el ying y el yang de dos maneras de gobernar. Pero, incluso en medio de las guerras feroces que ambos partidos libraron en esos años, tenían claro que se parecían más entre ellos que a cualquier opción de ruptura. El gran cambio político de calado en España en este cuarto de siglo es ese: que el PSOE considere que tiene más cosas en común con la nueva versión de HB que con el PP.
Por eso conmueve tanto ver ahora las imágenes de entonces. Aquellas vigilias y manifestaciones con las que se pedía a ETA que no cumpliera su amenaza. La concentración gigantesca en Madrid tras el asesinato, el lunes 14. Estaban Aznar y el lehendakari Ardanza. Estaba el secretario general del PSOE, Joaquín Almunia, y estaba el coordinador general de Izquierda Unida, Julio Anguita. Estaban los sindicatos y estaba la patronal. Estaban los expresidentes González, Calvo-Sotelo y Suárez. Estaba incluso la única diputada de ERC en el Congreso, Pilar Rahola. Estaba hasta Almodóvar.
En 2017, un sector de la creación de opinión pidió las sales porque, en algunos rincones de España, las delegaciones de Policía y Guardia Civil que partían rumbo a Cataluña en pleno desafío anticonstitucional eran despedidas al grito de “a por ellos”. Veinte años antes, la periodista Victoria Prego, portavoz de consenso entre los partidos, terminaba así la lectura del manifiesto en dicha manifestación:
(…) con la paz y con la palabra, pero también con la ley, con la paz y con la palabra, ¡a por ellos! Desde el respeto a la vida, desde la más profunda de las convicciones democráticas, desde la más firme defensa de la convivencia pacífica: a por ellos, con la paz y la palabra.
Porque somos infinitamente más y, sobre todo, porque somos infinitamente mejores, a por ellos, porque ¡basta ya!
Podemos convenir que hoy tenemos la paz y eso es, a fin de cuentas, lo importante. Aunque la editorialista de los dinamiteros pasee risueña por el Congreso orgullosa de ponerle notas al pie a las leyes y de aquella unidad ya no quede nada. Hoy podemos meter tripa, pero salíamos más guapos en la foto antigua.