A la vista de la polémica desatada por el gesto del monarca de no levantarse al paso de la espada de Simón Bolívar, cada cual habrá pensado qué habría hecho en caso de verse en la misma situación. Es de imaginar que habrá quien no tenga duda de que habría honrado poniéndose en pie el vestigio del prócer, también quien tenga claro que ante la exhibición solemne de tal objeto lo apropiado es mantener el culo pegado al asiento.
Declara este columnista su admiración por unos y por otros. La claridad de ideas siempre hace más cómodo el tránsito por la vida, ya sea en un sentido o el inverso. Puesto en el brete, debe reconocer que le habría costado resolver qué hacer.
En lo que toca a la inclinación personal, no existe la menor zozobra: si sólo de ello dependiera el gesto, nada más lejos de su ánimo que prestarse a reverenciar un arma o rendir pleitesía al fetiche de un ser humano, mortal como los demás, y con el que no tiene conexión personal, afectiva o intelectual alguna.
Sin embargo, hablamos de un acto social, en el que uno se ve rodeado de personas que sí parecen sentir de forma poderosa esa conexión. Teniendo esto en cuenta, y si uno estuviera allí a título particular, ponerse de pie aunque uno no sienta nada vendría a ser una expresión de cortesía, o quizá la manera de desentonar menos y agradar, de paso, a quienes te invitan.
El problema viene cuando uno procura ponerse no en su propio lugar de ciudadano particular, sino en el de quien ostenta una representación institucional y compromete a otros con sus actos. Y aquí viene la dificultad, cuando se trata de la reliquia de un personaje controvertido (como lo son todos en la Historia) y de un utensilio que no forma parte de la simbología oficial que de acuerdo con el protocolo exige al visitante mostrar su respeto, como es el caso de la bandera o el himno.
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En ese caso, resulta comprensible que uno dude, y le va en el sueldo aguantar luego, haga lo que haga ante la duda, la crítica correspondiente.
Si se levanta, alguien dirá que les ríe el agua o les hace el caldo gordo a quienes no debe. Si no se levanta, que es un gesto de desprecio y arrogancia que no casa con la representación que ostenta, y que no debe olvidarse que no viene refrendada por el voto popular. De donde se desprende que, hiciera lo que hiciera, el monarca estaba condenado. Hizo lo que hizo, y ante unos ha pasado por altivo y desdeñoso, y ante otros por recto y digno.
Lo que el incidente suscita, más allá de la vigencia actual del pensamiento y el ejemplo de un líder decimonónico, en quien por fuerza se advierten desde el presente destellos y sombras, es la sensibilidad que aflora ante el desprecio que sufren nuestros afines, comparada con la indiferencia que despierta el que se les hace a quienes no nos inspiran nada o nos caen antipáticos.
Los mismos que instan a venerar un trozo de acero fundido para matar gente (aunque blasonan de pacifistas), recuerdo de un libertador remoto en el tiempo, son los que luego le quitan importancia al hecho de que se menosprecien aparatosamente los signos que encarnan los sentimientos de los conciudadanos con los que hoy conviven, por el solo hecho de discrepar de sus ideas o de su visión del país cuyo pasaporte comparten. Incluso cuando esos signos son los que las leyes actuales reconocen.
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Hay en ese desprecio por la emoción del vecino no afín y por los signos que la representan una incongruencia que se agudiza con la sobrerreacción ante un episodio que como este no pasa de ser una anécdota. Piensa uno que cualquiera de los muchos que entre nosotros no respetan los signos comunes de los españoles cae en el mismo error que el que falta a la consideración a los signos que conmueven a los vascos, los gallegos o los catalanes: el desprecio al semejante, que es una forma de autodesprecio.