El martes 22 se conmemoraba el Día Internacional de las personas perseguidas por causa de su religión o sus creencias.
A inicios de julio las Misioneras de la Caridad (las de la congregación fundada por Santa Teresa de Calcuta) eran expulsadas de Nicaragua por el gobierno de Daniel Ortega.
Dieciocho hermanas cruzaban la frontera con Costa Rica, siguiendo el mismo camino que ya han recorrido miles de nicaragüenses que huyen cada día de la dictadura de Ortega.
Cerrados quedaban los centros de Managua dedicados a la atención de ancianos, de recién nacidos y de personas sin recursos. También el de Granada, en el que niñas adolescentes en riesgo de explotación sexual encontraban una segunda oportunidad y en el que se alimentaba a los más necesitados.
En los últimos cuatro años, la dictadura sandinista ha perpetrado más de 250 ataques contra católicos en Nicaragua. Expulsó al nuncio apostólico Waldemar Stanislaw Sommertag, mandó al exilio al obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez e hizo otro tanto con varios sacerdotes. Encarceló al padre Manuel García; ha cerrado varias emisoras de radio, ha agredido y amenazado de muerte a sacerdotes y fieles; ha atentado, profanado y quemado templos católicos y todo ello sin que la comunidad internacional haya movido un dedo para impedirlo.
A finales de julio y principios de agosto se intensificaron los ataques a la Iglesia nicaragüense y en especial, contra los fieles de la diócesis de Matagalpa y su obispo Ronaldo Álvarez. En estos momentos el prelado se encuentra en arresto domiciliario, después de varios días desaparecido en los que se temió por su vida. La intención del gobierno es expulsarlo del país.
No es la espada de Bolívar ni nada que inquiete a nuestros zurdos patrios. Que el dictador Daniel Ortega viole sistemáticamente los derechos humanos en Nicaragua y que desde 2018 haya emprendido su particular cruzada contra los católicos del país centroamericano, no es algo de lo que quieran preocuparse ni que compense el esfuerzo de un tuit.
Que el motivo de esa persecución sea que gente como el obispo Álvarez y otros como él insistan, desde 2018, en denunciar los abusos de Ortega y de su gobierno contra cualquiera que se atreva a expresar una opinión contraria al mismo, no es algo que merezca el reproche de nuestra izquierda.
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Que las protestas antigubernamentales de 2018 se saldasen -según la Comisión Iberoamericana de Derechos Humanos- con el asesinato de 355 personas y la privación de libertad de un número indeterminado de opositores, no es algo que esté a la altura de cualquier memez de esas que ofenden a nuestros políticos de izquierda.
La realidad es que, igual que consideran al régimen de Nicolás Maduro una democracia, y a los opositores, unos desestabilizadores que se merecen lo que les ocurre (tanto da la muerte, la tortura o la cárcel), les ocurre lo mismo con Daniel Ortega.
La misma gente que considera que son unas elecciones libres, justas y transparentes, aquellas en las que -como ocurrió en Nicaragua- los candidatos presidenciales están encarcelados o en el exilio, inundan las redes con alegatos deslegitimando nuestro Estado de Derecho, cada vez que un juez no les da la razón o un periodista se atreve a denunciar sus corruptelas.
En esos casos hablan de España como una democracia imperfecta cuando no de una dictadura encubierta.
Pero cuando miran hacia una Hispanoamerica cada vez más empobrecida, menos libre y más de izquierdas, se vuelven voluntariamente ciegos.
Si además, las víctimas pertenecen a la Iglesia católica, sea lo que sea, merecido lo tienen.
No podemos dejar de denunciar lo que ocurre en Nicaragua, en Venezuela, en Cuba.
Tampoco la deriva que lleva al suicidio a los países hispanoamericanos que están abrazando de nuevo el más rancio izquierdismo.
Y aún otra reflexión: quien justifica o niega la violación flagrante de derechos humanos elementales sólo porque los verdugos son de los suyos ¿debería ser votado?