Clamábamos hace poco por aquí por un espacio libre de turras. El éxito cosechado es perfectamente descriptible. La burbuja periodístico-política ha creado un flujo de polémica constante. Un hámster en la rueda que, como toda mascota, obliga a ser alimentado diariamente.
Hay círculos de opinión en la oposición que han optado por convertirse en un reflejo de los que rodean al Gobierno. La anécdota se confunde con el hecho relevante. El modus operandi es el disparo en aspersor.
No sé si esto es la famosa “guerra cultural”. (Esa cuyos promotores se han propuesto convertirse en el mismo coñazo que dicen combatir). Pero en cualquier caso conviene no malgastar la munición.
Llevamos diez días a vueltas con unas palabras de Irene Montero. Es verdad que la ministra de Igualdad no ayuda. Todavía no acierto a entender por qué no se limita a aclarar que no dijo lo que dicen que dijo, víctima de una oratoria hiperventilada que tiende a traicionarle con los entrecomillados.
Los reparos contra el personaje pueden estar justificados por diversos hitos de su trayectoria pública. Pero no hizo ningún alegato a favor de la pederastia ni del sexo infantil. Insistir en esta cuestión impide poner el foco que merecen otros asuntos que su entorno político despacha estos días.
Se trata de que el escaparate exhiba cualquier pamplina que mantenga encendidas a las tropas de guardia en la gigantesca aula de 4º de ESO que es nuestro debate público. Así, si Mario Draghi da la palabra a António Costa nada más concluir una intervención de Sánchez, se viraliza que el primer ministro italiano le ha cambiado el nombre al jefe del gobierno español. El chascarrillo del “Antonio” es capaz de anular cualquier crítica a Pedro Sánchez a la que esté acompañando como guarnición jocosa.
Si las medidas de ahorro energético usan como punta de lanza una apuesta más bien banal por no llevar corbata, algunos prescriptores abogan por portar el complemento incluso en la playa, ofreciendo un aspecto muy parecido al propio de un estríper que cayera en coma durante un servicio y despertara tres décadas después.
Se desperdició tiempo, saliva y puede que hasta algo de tinta cuando un periodista terminó su entrevista con el presidente del Gobierno con un “bueno, muy bien, ¿no?”. No contemplo que los aspavientos procedan de personas que no hacen entrevistas. Quién tenga que pasar por este trance como parte de su trabajo sabrá que los asentimientos y “ajás” son la costumbre, así se estén escuchando sandeces ensartadas en un discurso digno de miss o de aspirante a genocida. Pura mecánica cortés que puede, perfectamente, preceder una repregunta incisiva. Al terminar se usan fórmulas parecidas, detrás de las que no hay más que agradecimiento por el tiempo prestado y por que todo haya transcurrido sin mayores sobresaltos.
Pero la realidad está lejos de resultar sexy en unos tiempos en los que parece que cualquier asunto tuviera que contonearse luciendo encaje. De ahí esa reacción constante, ese aspaviento permanente, ese empleo de adjetivos cuyo grosor inicial ha quedado reducido a los huesos por el desgaste del uso. Son prácticas que encierran un mérito no menor: provocan que termines apoyando a quien menos podías esperar.
Y, en estas, llegó Tamara. En el momento de escribir estas líneas, el asunto se ha mantenido más bien al margen de las balas. El personaje ha concitado una infrecuente simpatía transversal. ¿Cuánto tardará en ser arrastrado al barro que rodea la trinchera? Al menos han sido más de seis segundos. O un segundo en el metaverso.