En cuanto salí del despacho de Narcís Serra, revisé mis notas. También le pregunté a Juanjo, el cámara, a ver si se había grabado todo bien. Juanjo me dijo que sí. Cómo no iba a haberlo grabado bien. Juanjo acaba de volver de la guerra de Ucrania, ha hecho la ruta de la coca con su objetivo al hombro y ha filmado la guerrilla de El Salvador.
El viernes pasado, se encontró con un hombre afable, tremendamente paciente, que lo puso todo muy fácil. Manu, el fotógrafo, también tuvo total libertad para los retratos. Y yo me topé con una hora más de charla de lo pactado. El señor Serra sólo pudo llegar a los cafés de la comida que tenía agendada.
De Serra siempre se dijo que era indescifrable, que resultaba muy difícil arrancarle lo que no quería decir. María Antonia Iglesias se ponía muy nerviosa y se lo afeaba en las entradillas de sus entrevistas. Lo que ocurrió el viernes fue, por tanto, una casualidad. Porque no hubo interrogatorio ni nada por el estilo.
Serra no conocía las preguntas, no sabía que la charla transcurriría por ahí, pero aquello no fue un tercer grado. Contó lo que contó –y aun así calló mucho– porque se encontró a gusto y vio la oportunidad de empezar a filtrar el agua de la memoria.
Aceptaba los comentarios, ¡y hasta las bromas!, de muy buen grado. Como cuando le dije: “Es usted un experto en acompañar a la cárcel a compañeros condenados”. Su máxima queja fue una media sonrisa: “Te encanta hablar de cosas desagradables”.
Llegado el momento, Serra lo dijo como quien comenta el tiempo en el ascensor. Como máximo responsable de Inteligencia, autorizó los dispositivos del Cesid que tapaban los líos amorosos del Rey.
Es verdad que, desde hace tiempo, gracias a diversas investigaciones periodísticas, eso ya lo sabíamos, pero jamás un miembro del Gobierno lo había confirmado a pecho descubierto. Los libros escolares y los manuales universitarios suelen mostrar ciertos reparos a la hora de justificar su contenido con información de los medios. En el capítulo del Rey, por lo menos en esta parte, podrán remitirse a las declaraciones del Gobierno de entonces.
“¿De qué te sorprendes, chaval?”, me pareció entrever en los silencios de Serra, que a ratos eran más largos que los de Jesús Quintero. Me atrevería a decir que incluso se divirtió. Le hacía gracia, creo, mi cara de sorpresa. Yo me hacía el tonto para darle carrete. Creí que, al tocar la parte oscura del felipismo, Serra echaría balones fuera o incluso se iría. Y hablamos de todo. Incluso de lo que dijo una vez Belloch: “Serra intenta encontrar a Luis Roldán antes que yo para matarlo”. Mi cara era un poema, no me aguantaba las ganas de escribirlo, me estaba “publicando encima”.
Lo que Serra contaba sólo comprometía su imagen. Negó, por ejemplo, que el Cesid también estuviera al tanto de los chanchullos fiscales del Rey. Si vigilaban hasta con quien se encamaba, ¿cómo no iban a saber nada de lo otro? También negó que él mismo pagara el Informe Crillón contra Mario Conde. O que conociera las escuchas ilegales a políticos, periodistas y empresarios.
Pero Serra dio un paso al frente. No sé si por lavar parte de su conciencia, por comprometer a alguien además de él o por qué. Los caminos de las confesiones son inescrutables. Sin embargo, Serra lo hizo: incluyó oficialmente al Gobierno en ese magma tan oscuro que fue “la vida privada” de Juan Carlos I.
Quienes gobernaron España en aquella época rondan los ochenta años. Estamos alcanzando ese momento en que algunos, ¡estoy seguro!, comenzarán a dar su testimonio. Unos lo harán en vida, otros lo dejarán escrito. Pero lo harán. Igual que Serra, aunque su confesión, como la de González-Ruano, haya sido “a medias”.
Narcís Serra, con él ha empezado todo. Llegarán más. La biología ha dado la vuelta al reloj de arena. Queda mucho por saber. Cesid, Filesa, Roldán, los GAL, Gürtel, Bárcenas. El tiempo empuja. Y el tiempo siempre gana.