Tampoco es que hasta ahora Twitter fuese público, por mucho que tantos se empeñen en creerlo. Pero quizás lo parecía. Porque se supone que era gratis. Y, sobre todo, por esa promesa de servicio público, de ágora digital global y blablabá que se traduce en una de esas colaboraciones público-privadas que tanto gustan al socialdemócrata cabal cuando tiene poder y que tanto le escandalizan cuando el poder lo tienen los demás.
Por eso Twitter (y Facebook) eran herramientas de libertad cuando nos trajeron las primaveras árabes y a Obama, y empezaron a ser una seria amenaza a la democracia cuando ganó Donald Trump y compró Elon Musk.
Por eso se lamentan ahora tantos de los que creían (con toda la razón del mundo además) que Twitter era y tenía que ser una plataforma al servicio de la democracia, que tan a menudo se confunde con los intereses ideológicos y electorales del Partido Demócrata estadounidense.
Periodistas y políticos que presumen ahora de no querer pagar ocho euros para tener un tic azulito al lado de su nombre. Porque creen que Twitter les debe algo, cuando son ellos quienes han basado toda una carrera, una ideología y una vida entera, en muchos casos, en el zasca y la butade de 140 caracteres. Vayan libres y en paz a su Canadá del metaverso y sea de ellos y de su memoria lo que el pueblo soberano considere.
Porque estas confusiones partidistas e interesadas han llevado a la plataforma a imponer, de forma sistemática, pero arbitraria, una interpretación mucho más restrictiva que la ley sobre cómo debería ser la conversación pública global.
Cuando se habla del enorme poder que tienen estas multinacionales de la información y similares habría que recordar que lo peor de este poder es la arbitrariedad y el anonimato con el que se ejerce. Hasta el punto extremo de que la mayoría de los mortales hayamos tenido que esperar a que Musk la echase para conocer a la responsable del Nomos de la red. De la ley fundamental que ordenaba de forma demencial, y muy probablemente ilegal, los códigos de buena conducta que permitían al ayatolá llamar al exterminio de los judíos, pero no a Jordan Peterson recordarnos algunas cosas básicas de la biología humana cuando todavía no le interesaba al PSOE.
Ahora tendremos a Musk. Y así podremos al menos acordarnos de él y de sus progenitores cuando la cosa decaiga. Y es una suerte y un consuelo, además, que en este ambiente y en este mundo tan orientado hacia el capitalismo de Estado, de empresas zombis y conciencias que tal bailan, con unas élites políticas, económicas y mediáticas preocupadísimas por la educación moral e ideológica de la ciudadanía, haya todavía espacio para que algunos hijos de papá jueguen al libertarianismo en lugar de gastárselo todo en lanzallamas y shitcoins.
No deberíamos preocuparnos tanto por Musk, por su posible éxito ni por su probable fracaso. Deberíamos en realidad celebrar las dos posibilidades, porque son el corolario de nuestra libertad.
Si fracasa, pues bien. Aunque sólo fuese porque todos necesitamos un poco de desenganche. Si en lugar de la plataforma libérrima que promete, Musk acaba creando una red segregada por clases, con unos ricos ordenaditos y pagando por el tic azulito, y unos pobres sumidos en el caos y dejados a merced de trols y anuncios y otros males, pues otros vendrán que lo harán mejor.
Porque, por mucho que fracase, Musk no puede cargarse la democracia ni puede cargarse un ágora pública global que, simplemente, ni existe ni puede existir. Tanto por razones técnicas como, sobre todo, por razón de nuestra naturaleza, que hace que cuando hablamos todos a la vez no se entienda nada. Todo lo que puede cargarse Musk es una red social. Una de las ya muchas que ha habido y que nadie recuerda, y de las que todavía están por venir.
Su fracaso sería, en todo caso, una peculiar forma de redistribución de la riqueza que debería servir al menos para secarle las lágrimas a todas las Ocasios que estos días guardan luto.
Y si tiene éxito, Twitter será lo que los progres creen que era. Y, por lo que parece, no hay sitio más bello ni más feliz en el mundo. Así que todos contentos.