A los chinos sólo hay que temerlos si pasan hambre. La frase es de Mo Yan, el gran escritor de Shandong. El Premio Nobel de Literatura 2012 olvidó que también hay que temerlos si los sometes a un confinamiento riguroso y extremo durante tres años. Pero claro, al maestro nunca se le ocurrió que pudiera suceder algo más cercano a una extraña película de ciencia ficción que a la realidad. Ahora, Xi Jinping, el presidente del país, acaba de agregar, a sus escasos temores, uno nuevo.
Las trifulcas recientes en China, con ciudadanos blandiendo hojas de papel y enfrentándose a la autoridad, parecen ficción, un episodio más de esa serie futurista en la que un virus con capacidades nuevas y mortales sacude a un planeta y lo pone del revés. De hecho, no lo creeríamos si no lo viéramos, pero en una nación en la que la disidencia en público es prácticamente imposible, muchos han salido a la calle y se han levantado, y resulta insólito, contra las medidas del Gobierno.
Esta desobediencia civil, inédita en China en décadas, impugna una política sanitaria que solamente sigue ese país, pero también amonesta la falta de transparencia de los políticos y su nula responsabilidad cuando sus errores tienen consecuencias definitivas, como el edificio que se incendió sin que pudieran participar los servicios de rescate a tiempo, o cuando estos últimos días han muerto varios niños que no pudieron ser atendidos por las rigurosas medidas contra la Covid.
[Por qué Xi Jinping no puede permitir que la 'revolución de los folios en blanco' sea su Tiananmén]
La labor de las Fuerzas de Seguridad también ha contribuido al descontento general, porque se han comportado, decididamente, como lo que son: cuerpos represivos de un Estado dictatorial. La policía ha sido agresiva en varios territorios y, entre otras actuaciones, ha requisado y destruido móviles. En acciones que serían imposibles en Occidente, los policías han exigido esos teléfonos a sus dueños y directamente han borrado imágenes o apps prohibidas (Telegram, Twitter y otras).
A pesar de la censura, ha sido posible presenciar las imágenes de esta quizá fugaz, quizá no, Revolución del DIN-A4.
En un país donde ejercer la protesta conlleva un precio costosísimo, los ciudadanos se han jugado la libertad que aún conservan y el bienestar que les queda gritando consignas antigubernamentales con folios en blanco en la mano. Sus cánticos apuntan a un presidente que ha sido suficientemente feroz como para acabar con la disidencia interna hasta el punto de echar a empujones a su predecesor del XX Congreso del Partido Comunista, celebrado hace pocas semanas.
Xi, reelegido entonces para dirigir el país con su puño de hierro otros cinco años, no le teme a nada. Pero las revueltas tampoco le gustan. Por eso ha ordenado acabar con ellas con instrucciones paternalistas (vamos a convencer de que se vacunen a los más mayores y a hacerlo más rápido) y sosteniendo que otro escenario más relajado supondría la pérdida de varios millones de vidas.
Pero no ha olvidado ejercer ese poder que siempre tiene a su disposición, la represión, y por eso ha llenado las calles de policías y de confidentes de paisano.
En cualquier caso, los chinos están hartos. De la pandemia, de los controles, de la política de Covid cero que, simplemente. resulta imposible en un país que alberga al 18% de la población mundial. Y han salido, como hemos visto, a la calle en las manifestaciones más importantes que han sacudido al país desde que en 1989 una hermosa ola democrática fuera aplastada por los tanques del Ejército Rojo.
Ahora, los habitantes del país más populoso del mundo ya no quieren libertad, como entonces, cuando durante aquellas semanas de junio en Tiananmen se vivió un sueño que, poco después, derivó en la peor pesadilla, una que incluyó asesinato de civiles, tanquetas pisoteando ciudadanos y mucha sangre. Tanta como represión hubo después para los intelectuales y jóvenes que impulsaron las protestas.
Ahora, los ciudadanos no aspiran a tanto, sólo quieren vivir como siempre lo han hecho, dentro de ese escaso margen de libertad que permite el sistema comunista. Pero la ambición sanitaria del Ejecutivo lo impide, y eso ha provocado un hartazgo tan preocupante para Xi como novedoso para el mundo. Ver tambalearse, aunque sea mínimamente, al Gobierno de Pekín genera escalofríos en prácticamente todos los rincones del planeta. Quién sabe cuál sería el orden mundial, y cómo sería la vida, en una China que abrazara el sistema democrático.
Eso, claro, no va a suceder. Al menos no ahora. El Gobierno asegura que, si se levantan las restricciones, morirán más de dos millones de ciudadanos. Y que eso sí que lo consideran maltrato a la gente. Pero los ciudadanos, aunque afrontan la peor ola de infecciones desde el comienzo de la pandemia, ya no pueden seguir soportando unas normas que impiden la vida regular y que contradicen el sentido común.
China, ese gigante que pensábamos que ya había despertado al convertirse en la mayor industria del mundo, puede que en realidad sólo esté, todavía, bostezando, y que su verdadera actividad, esa que teme Occidente, esté aún por llegar.