Por una vez, y sin que sirva de precedente, el fútbol nos ha servido para ahondar en una dimensión trascendente de nuestra realidad. El partido entre las selecciones nacionales de España y Marruecos, además de certificar la poca garra del proyecto de Luis Enrique —excelente para alcanzar récords tan indeseables como el de pases dados en un encuentro por cada tiro a puerta, o el de penaltis fallados en la tanda fatídica a la que conduce lo anterior—, nos ha llevado a prestar algo más de atención a un colectivo que dista mucho de ser irrelevante entre nosotros.
En España viven alrededor de 800.000 marroquíes. No son tantos como en Francia, donde pasan holgadamente del millón, pero en proporción a la población total tienen un peso similar. Muchos de ellos llevan décadas entre nosotros y han tenido aquí hijos que se forman en nuestro sistema educativo y cuentan con la nacionalidad española. También los nacidos en Marruecos pueden adquirirla por residencia. A todos los efectos, incluido el derecho de voto, son compatriotas. Aunque no se los vea así.
Había cierta expectación por cómo iban a comportarse estos conciudadanos nuestros de origen marroquí, tanto si ganaba como si perdía la selección de su país de origen. Y en algunos círculos se les negaba incluso el derecho a sentirse más cerca del equipo de la tierra de sus mayores que del que representa a su tierra de acogida, como si fuera una forma de ingratitud.
De todo hay y seguramente también quienes prefirieran ir con España, pero no resulta raro, y menos aún ofensivo para nadie, que muchos de ellos se sintieran del lado del equipo de Marruecos y festejaran, como es normal en cualquier aficionado, el triunfo de los colores por los que se inclinaba su corazón.
Algunos agoreros habían vaticinado que habría disturbios y vandalismo, como los que se registraron en Bélgica y Holanda tras el triunfo de la selección marroquí sobre la belga, y que se saldaron con dos centenares de detenidos. A algunos no era muy difícil sospecharles el secreto deseo de que tales desórdenes se produjeran, para respaldar su rechazo a estos inmigrantes.
Habría sido una buena noticia sólo para ellos. Sin embargo, que las celebraciones fueran esencialmente pacíficas, fuera de algún incidente puntual y magnificado por los alarmistas —no se han visto batallas campales, ni nuestros policías han tenido que emplearse como los holandeses y belgas—, es una buena noticia para todos los demás. Para los marroquíes, en primer lugar, que más allá de la anécdota aislada han acreditado su civismo. Pero también para todos los españoles que convivimos con ellos.
Algo no habremos hecho del todo mal, como sociedad, cuando estos huéspedes que se han convertido en habitantes de nuestra casa demuestran más urbanidad y menos ira que los que viven en otros lugares. De algo ha servido no confinarlos en guetos —salvo alguna ominosa excepción— y darles acceso a nuestros servicios públicos, desde la sanidad a la enseñanza.
[Cónsules marroquíes llaman a la calma: la Policía peina las redes de los ultras españoles]
Sé que hay quien cree que nunca debería habérseles dejado entrar, quien opina que hacen un uso abusivo de esos servicios públicos y hasta quien clama por deportarlos a todos. Se podría invitar a quien así se pronuncia a preguntarse por qué vinieron y la gran mayoría puede ganarse la vida entre nosotros, pero no hace falta entrar en esas honduras: aquí están, no se van a ir de la noche a la mañana y tampoco, olvídese, vamos a echarlos.
Así las cosas, resulta alentador comprobar que en general son buenos vecinos, lo bastante conscientes de las obligaciones que tienen ante la comunidad en la que viven como para festejar sin agredirla. Contra lo que suele creerse, los seres humanos tienden a ser agradecidos. También, pese al desprecio que una y otra vez les hacen sentir algunos, los marroquíes de aquí.