España es un país un poquito sobreactuado, un poquito histriónico; un país esquizofrénico que supura cantidades ingentes de realismo mágico y performativo y que lo mismo te escupe en la tumba que te monta una estatua en la plaza con dos cafés de diferencia: lo último ha sido ponerse a exagerar de lo lindo con Autodefensa, la serie de moda de Filmin de la que en un primer momento todo Dios se descojonó cruel e injustamente sólo viendo el tráiler. Bien: pues ahora la llaman “obra de culto” a la semana de salir. Respirad hondo, modernas de España. Respirad, que venís fuertecitas. Respirad en una bolsa y hablemos por fin en serio.
Es cierto que hay algunos capítulos interesantes, con destellos políticos, como el de Actos colectivos, donde Belén Barenys y Berta Prieto le ponen las banderillas a la hipocresía del circuito independiente de cine y series de Barcelona: allá florecen directores contraculturales con las uñas pintadas que se descubren como acosadores profesionales de actrices jóvenes o guionistas mujeres que se llaman “feministas” pero encubren a sus colegas cuando ellos son los agresores sexuales, porque “es complicado” y prefieren mantenerse “al margen”. Un circo.
También hay capítulos directamente sonrojantes, ridículos y pretenciosos como el de Ser un concepto. Las protagonistas y sus amiguitos, todos obsesionados por su número de seguidores en redes sociales, meriendan pastillas como Bollycaos, se besan entre ellos como peces boqueantes fuera del agua y se sienten muy especiales teorizando sobre gilipolleces huecas, más bien naifs y literariamente cutres. “Si yo fuese un concepto, querría ser una estrella”, dice una iluminada. Y eso por qué, tía. “Porque lo ves todo desde arriba pero estás acompañada por otras estrellitas”. Más o menos ese es el nivel de metáfora.
Me he comido los diez capítulos y aún no entiendo de qué se están defendiendo estas chavalas, aparte de de sus peores enemigas, que parecen ser ellas mismas con sus desaforadas expectativas acerca de su propio talento. Digamos que las muchachas sienten que la vida les debe algo y gritan muy fuerte para reclamarlo. Patalean largo. Son ruidosas y se dicen centelleantes. Hay aquí una autocompasión caprichosa, un narcisismo desasosegante, una lógica enferma de likes, una asfixia incómoda por molar, por figurar, por diferenciarse del resto pero sin chirriar nunca en su micromundo cool de wannabes catalanas.
Es de un individualismo feroz encriptado en gregarismo interesado: toda la gente que conoces o con la que follas tiene que servirte para algo. Para triunfar en la movida. Aquí no cabe un friki, ni una colega que estudie Física, qué sé yo, o Derecho. Tampoco una gorda. Gordo = malo, como queda claro en el capítulo de Odiar a los hombres. Al único obeso de la serie se le acuchilla, porque, además, huele mal. Esto es el cuento de una matanza y él es el cerdo. No sé cómo decirte. Será poesía.
Me da la sensación de que estas chicas quieren ser actrices o escritoras por las razones equivocadas. Me da la sensación de que sólo les interesa el arte como trampolín a la fama, como acceso a las fiestas chulis y bohemias. Están creando mientras se miran al espejo, o para verse más guapas cuando se miran en ese espejo. Es el antónimo de la hondura. Suerte que están en el mundo correcto -en el superficial, en el comercial, en el que la palabra muere a manos de la imagen- y les irá bien.
La amenaza acuciante aquí parece ser la tontería, la despolitización, el ombliguismo neoliberal con el que avanzan a dentelladas. Una serie sobre el ego en la era del ego no podrá ser nunca transgresora, sólo resulta un producto lógico de su época. La rebeldía hoy es la intimidad, algo que en esta obra no existe, porque en Autodefensa tu mejor amiga sirve, sobre todo, para sujetar el móvil y grabarte mientras te maquillas con purpurina, o mientras comes patatas fritas, o mientras vas de rave a un túnel, o mientras te hinchas de llorar en el sofá un domingo, desbordada de angustia inexplicable. Esto también se graba, quiero decir: esto también se prostituye, esto también se rentabiliza.
Esa escena en la que Belén solloza y tiembla a punto del parraque y Berta lo inmortaliza en un directo de Instagram me resulta directamente terrorífica.
Pero, en general, me quedo lívida. No me conmuevo. No importa. Lo realmente grave es que no me hacen reír en ningún momento. No tienen comedia. Me pregunto varias veces qué hago aquí mientras la veo. Luego me recuerdo que es para escribir sobre ella.
No me impactan los pelos en las axilas ni sobresaliendo de las bragas, ni nada tienen ya que ver con el feminismo. No me impactan las drogas ni el sexo sórdido ni el after, ni nada tienen que ver con la rebeldía. Me parece todo bien. Quizá sólo epatante para los mojigatos que llevan sin salir de su casa desde los noventa, y, desde luego, ya narrativamente irrelevante, desfasado, más viejo que el sol. Ya vimos Trainspotting. O Colegas, o Girls, o May it destroy you. Ya leímos sobre la Movida y masticamos el Fóllame de Despentes. Yo celebro que las niñas se diviertan, pero hacer de esto un símbolo punki rupturista me parece construir un monumento a la nada.
Claro que estoy a favor del hedonismo, pero echo de menos la ternura. Extraño, algún rato, la ausencia de cinismo. Extraño los afectos de verdad, la fraternidad de verdad, la escucha de verdad. Aquí cada personaje habla y luego espera su turno para volver a intervenir y oírse a sí misma. Los demás sólo son atrezzo. Los demás funcionan como público. Del todo capitalista.
Si eres una déspota con el mundo porque estás enfadada por no sé qué, al menos sé una buena amiga, amore.
No pienso comprar que la mujer moderna y emancipada -más o menos emancipada, porque a estas tías no las vemos currar ni estudiar ni leer ni ver una película ni formarse culturalmente en ningún momento para su presunto oficio, acerca del que entienden que manejan gracia natural; ni tampoco llaman a sus madres ni por Navidad, pero calculamos que el teléfono suena cuando hay que pagar el alquiler en Gracia o llamar al camello- sea tan cruel gratuitamente y tan egoísta.
El papel de Berta es el de una bully insoportable, despotenciada, a la que me resulta imposible reír las gracias. Cuánto mejor sería que la gente como ella se diese un par de cabezazos en la pared antes de salir de casa, cuqui.
No pueden parecerme ni heroínas ni antiheroínas: son nihilistas. No tienen ningún plan.
Todos los hombres que salen en la serie, por lo que sea, son medio lelos. Cuando les da un poco de ansiedad, las chavalas les curan con una paja: sí, lo típico que nos gusta que nos hagan a nosotras cuando pasamos un mal rato. Empatía por todos lados. Las revanchas que se toman aquí, digo yo que en nombre del feminismo, tienen más que ver con una rabia inconclusa que, en lugar de ir a quemar a los tipos que realmente las han herido -a los que no conocemos acá- se ceba con los más tontos de la clase.
Siempre fue muy difícil diferenciar entre ser una mujer fuerte y ser una matona sin códigos.
Siempre fue muy difícil que las mujeres que querían ser fuertes no tratasen de imitar a los hombres perros. Ahora ya incluso ladran y muerden como ellos.