El futbolista de moda en el mundo es Lionel Messi, artífice de la consecución del Mundial que acaba de ganar Argentina. Responsable, también, de una parte, al menos, de la locura desatada en ese país estos días.
Todos hemos visto a numerosos aficionados subiéndose a las farolas, y rompiéndolas. Tirándose de los puentes, a veces sin acertar con el autobús en el que pretendían aterrizar. Entonando el cántico futbolístico argentino, con las costillas rotas, desde una camilla empuñada por sanitarios.
Esa locura mayúscula que sólo puede generar el mayor galardón de la competición futbolística en una nación cuya religión es, en realidad, el fútbol.
El mundo entero admira a Messi, y yo también. Su temple, su zurda, su pase, ese último centro hacia un hueco que nadie más había visto. Sí, increíble.
Pero ¿no sería más justo, en este momento, desviar la mirada hacia otro futbolista?
Amir Nasr-Azadani no es tan bueno como el astro argentino, ni mucho menos. Pero sí es lo suficientemente habilidoso como para haber jugado en la primera división iraní.
Entrena de forma similar al rosarino, con el mismo esfuerzo, pero carece del talento, al menos en la abundante cantidad que lo disfruta el argentino, y no tiene, claro, ni la misma puntería ni un desborde, en el uno contra uno, que se le pueda parecer mínimamente. No dibuja parábolas hacia el interior que desarbolen a los defensas, ni tampoco resulta tan tormentoso para los porteros rivales en los lanzamientos desde el punto de penalti.
Pero también es futbolista, también es un atleta profesional.
Nasr-Azadani no nació en un lugar donde darle (bien) patadas a un balón es más importante que ser magistrado del Supremo, ni entrenó la estrategia o cultivó la musculatura de sus cuádriceps en uno de los grandes equipos europeos cuando comenzó a despuntar, a la otra orilla del charco atlántico, con el Mediterráneo como referencia.
De hecho, mientras Messi disfruta de su entronización en el Olimpo de la historia argentina, la que le coloca junto a Diego Maradona y le eleva al altar que ya sólo pisan ese jugador y el mítico Pelé, el jugador del FC Iranjavan Bushehr se enfrenta a un futuro cuyo aspecto parece aterrador. Ha sido detenido por las autoridades, bajo la acusación de ser miembro de un grupo armado que ha matado a tres policías con armas automáticas, y se enfrenta a la posibilidad, nada remota, de una condena a muerte.
Mientras Messi se prepara para firmar otro contrato del siglo con el PSG parisino, gracias al dinero catarí, Azadani tiene a la horca como un destino cruel y previsible, si nadie lo impide. Según las autoridades iraníes, el proceso contra él y otros cuatro acusados acaba de empezar. El jugador ha sido declarado culpable de un delito conocido como moharebeh o "enemistad con Dios".
Antes de él, Mohsen Shekari y Majid Reza Rahnavard fueron condenados por el mismo delito y ejecutados.
Miles de ciudadanos de este país han participado en las revueltas provocadas por el asesinato de Mahsa Amini, la joven kurda que llevaba mal puesto el hiyab, según la policía moral de Irán. Unas 18.000 personas han sido detenidas y 400 condenadas a penas de cárcel en condiciones deplorables, sin defensa jurídica ni de ningún otro tipo, algunas de ellas esperando sentencia, e intuyendo un final que, sin duda, en absoluto parece feliz.
La represión en Irán está aún más desatada que la euforia en Argentina. Los primeros luchan por algunos derechos, los más evidentes y básicos, obstaculizados con rotundidad en la república islámica que dirige Alí Jamenei, con escasa posibilidad de éxito y con sobresaliente arrojo.
Los segundos, delirantes por el logro futbolístico, confían en seguir viviendo, un tiempo más, en un mundo de hadas que les permita evitar confrontar las dificultades, enormes, de un país que arrastra colosales penurias económicas derivadas de una corrupción política constante durante las últimas décadas.
El mundo admira a Messi, y yo también. Pero yo admiro mucho más, aún, la valentía de Azadani y la de tantos otros que se arriesgan a la tortura y a la horca, o al abuso sexual, a menudo a todo ello junto, un abuso detrás de otro, en su encomiable lucha por la libertad.